Para quienes viven lejos de Quebec
Esta novela no es una novela histórica. Es el relato de una vida, la de mi abuela, que atravesó la historia a su manera: libre, intensa, chocante.
Un análisis general del Canadá francés de la época pone de relieve su extraordinario y trágico destino.
Con dieciocho años, Suzanne Meloche abandona su Ontario natal (forma parte de la minoría francófona) para trasladarse a Quebec, donde entabla amistad con los miembros del movimiento artístico de los Automatistas. Estamos en 1947. Esos jóvenes pintores, poetas y bailarines ligados a los surrealistas franceses —Borduas, Gauvreau, Riopelle, Sullivan, Barbeau (mi abuelo)...— se asfixian bajo el dominio de la Iglesia y el clero, al igual que el resto de la población.
En efecto, en esa época, la Iglesia se inmiscuye en la intimidad de los hogares para incitar a las mujeres a procrear (so pena de amonestaciones). También se adopta la «Ley del Candado», que decreta la censura de numerosas obras de arte (desde la literatura a la música, pasando por la pintura). Se proscriben y rechazan obras fundamentales.
Otro aspecto de dicha represión: los francófonos se encuentran bajo el yugo económico de los anglófonos; son sus «Negros blancos». Los canadienses ingleses controlan la economía, la Iglesia controla la vida. El pueblo explota.
Los artistas del pequeño grupo de los Automatistas redactan entonces el manifiesto Rechazo total, reclamando libertad y las riendas de su destino. Lo pagarán muy caro. Hoy en día se dice que rompieron sus cadenas y que en consecuencia abrieron las puertas de la libertad de Quebec. Más tarde se produjo la Revolución tranquila, que conduciría a Quebec a la modernidad.
Mi libro parte tras la pista de una mujer al margen de esa historia, que atravesó de una manera fulgurante, sin dejar huellas...
La primera vez que me viste tenía una hora de vida. Tú, una edad que te infundía valor.
Quizá unos cincuenta.
Fue en el hospital Sainte-Justine. Mi madre acababa de traerme al mundo. Sé que ya entonces era golosa. Que bebía su leche como hoy en día hago el amor. Como si fuera la última vez.
Mi madre acababa de darme a luz. Su hija, su primer hijo.
Te imagino entrando. Tu cara redonda, como la nuestra. Tus ojos de india ribeteados de kohl.
Entras sin disculparte por haber venido. Con paso confiado. A pesar de que llevas veintisiete años sin ver a mi madre.
A pesar de que te fueras hace veintisiete años. Dejándola ahí, en precario equilibrio sobre sus tres años, con el recuerdo de tus faldas adherido a las yemas de los dedos.
Te acercas con paso reposado. Mi madre tiene las mejillas coloradas. Es la más guapa del mundo.
¿Cómo has podido vivir sin ella?
¿Cómo hiciste para no morir ante la idea de perderte sus cancioncillas, sus mentirijillas de niña chica, los dientes de leche que se mueven, sus faltas de ortografía, los primeros cordones atados sin ayuda de nadie, más tarde sus cosquilleos amorosos, sus uñas esmaltadas y luego mordisqueadas, sus primeros cubatas?
¿Dónde te escondiste para no pensar en ello?
Ahí estáis ella y tú y, entre vosotras dos, yo. Ya no puedes hacerle daño: estoy aquí.
¿Es ella quien me entrega a ti o eres tú quien extiende los brazos vacíos en mi dirección?
De pronto me encuentro cerca de tu cara, taponando el profundo agujero entre tus brazos. Hundo mi mirada de recién nacida en la tuya.
¿Quién eres?
Te marchas. De nuevo.
La siguiente vez que te veo tengo diez años.
Estoy encaramada a la ventana del tercer piso, mi vaho derrite la delicada escarcha que cubre el cristal.
La calle Champagneur está blanca.
Veo a una mujer que vacila en la acera de enfrente. Lleva un abrigo largo que ya no la resguarda.
Hay cosas que los niños son capaces de intuir, y yo, aunque no te conozco, te descubro tras ese ligero titubeo.
Cruzas la calle a grandes trancos, posando apenas la punta del pie. Un zapatero de agua.
Caminas con rapidez, te diriges hacia nosotros sin que el suelo