LIGEREZA
Parecen dos rayas, pero son dos ojos. Cuántas fotos habré hecho a los ojos de Ninbe. Cuando nos conocimos éramos estudiantes de Bachillerato, y pasábamos horas en las escaleras de la parte trasera del polideportivo, donde yo me empeñaba en fotografiar sus ojos en primerísimo primer plano. Utilizaba la antigua cámara de mi madre, una Pentax analógica, y rogaba como una pedigüeña: ábrelos completamente, abre los ojos del todo, como diciendo¿no puedes ampliar más el circulo ocular, redondearlo un pelín?, deja que mi iris gris verdoso colocado en el visor de la cámara se adentre por ahí y capture el fondo de ese par de rendijas horizontales. Pero a Ninbe justo en ese preciso momento le daba por sonreír, y sus ojos, en vez de abrirse, se obturaban aun más, por lo que yo aprovechaba para atrapar la efervescencia de la línea formada por las dos rayas, que se desvanecería al segundo, ese instante en que los destellos de Ninbe sonriente, atravesando el objetivo y el visor de la cámara, me agarraban desde las pupilas hasta lo más hondo.
Con la paga semanal que me daba mi madre me llegaba tanto para el carrete como para el revelado, sin que me sobrara ni un céntimo para el botellón del fin de semana con las amigas, lo cual me dejaba sin opciones de emborracharme. A pesar de ello, no pensaba en abandonar las fotos. Apenas tenía la paga en la mano iba a comprar un carrete Agfa o Kodak. Vivía en un clic permanente, descubriendo el uso de la luz y las sombras, derrochando rollos fotográficos. Cuando me acercaba a la tienda a recoger el revelado, no me contenía, y miraba el resultado sin salir de la misma: aunque las fotos defectuosas me fastidiaran, las guardaba para poder examinar con atención los fallos en el color (luz), el encuadre y la composición (muchas veces, el error era solo el tema elegido). En caso de que alguna me encantara, me abalanzaba a comprar otro carrete al instante y lo dejaba a deber: mi madre pasará a pagarlo, Beatriz Beristaindni tal y tal. Luego resultaba que mi madre no se acercaba a la tienda a saldar las deudas, sino que me proporcionaba, una vez más, el dinero para que lo hiciera yo misma. Hasta que un día se hartó, y en vez de dinero, me alargó la cámara digital compacta de mi padre, una Olympus barata como la que tenía todo quisqui, animándome a usarla. El trastecito de marras únicamente me sirvió para tomar lo que yo denominaba apuntes-imágenes, así que, en los meses que lo utilicé, sobre todo me dediqué inevitablemente a beber con la cuadrilla.
Llegar a casa haciendo eses no es algo que se pueda disimular, y menos cuando tu madre tiene la costumbre de esperar a tu regreso cada vez que sales. A veces ella aguardaba leyendo en la sala; otras veces trabajando en su habitación-oficina, donde traducía libros al euskera –en aquella época, losDiarios completos de SylviaPlath– y olvidaba, dicho sea de paso, que me estaba esperando. Tras acercarse para olfatear mi aliento y el tufo de mi ropa, me echaba en cara que mis noches de farra, mis esporádicasgaupasas, le impidieran trabajar con tranquilidad. Sylvia Plath me entendería, Leire, agregó una madrugada en que, incapaz de desvestirme, me eché de bruces sobre la cama.
A veces, aquellas mañanas de domingo regresaba a casa con dos cruasanes y un pan recién horneado bajo el brazo, con el único deseo de que mis padres tuvieran un dulce inicio de día: las dos medias lunas eran mi ofrenda en el altar del matrimonio, mi conjuro contra la separación, la masa que mantendría unida a la pareja. Porque para entonces el deterioro matrimonial avanzaba sin pausa. No se oían gritos, pero el ambiente estaba lleno de silencios que sólo significan una cosa: mi madresabía, mi padresabía, yosabía.
En 2003 se comercializaron los primeros teléfonos móviles