: Urko Mantzizidor
: La vida es un tango, Gari
: Alberdania
: 9788498688153
: 1
: CHF 12.50
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 416
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
¿Puede una persona normal convertirse en traficante de drogas si se le presenta la oportunidad para ello? Gari e Irati, una pareja de vida convencional, se verán arrastrados a una vorágine de mentiras y violencia por el egoísmo y avaricia que anidan en el espíritu de él. Gari, triatleta amateur, encuentra un fardo de cocaína mientras nada por la ría de Urdaibai. Su opción es clara: asociado con su cuñado Unai, un camello de poca monta, tratará de vender la droga, desencadenando, de esa manera, una serie de acontecimientos que involucran a traficantes de distinto nivel, policías corruptos, adictos, jueces e incluso a su propia familia. La novela relata el descenso a los infiernos de Gari, quien renuncia voluntariamente a una vida que se venía desarrollando en los estándares convencionales, hasta el punto de verse arrastrado por la espiral de violencia que él mismo ha desencadenado y de la que es incapaz de zafarse. Su intención de vender la cocaína choca frontalmente con los intereses de Corso, líder de la mayor banda narcotraficantes de Bizkaia y propietario del fardo, quien no reparará en medios ni métodos para eliminar la amenaza que Gari y sus socios suponen para su negocio... El curso de los acontecimientos y el doloroso desengaño respecto a la actitud y valores de Gari provocarán una profunda transformación en Irati, quien jugará un papel clave en el desenlace de la trama.

URKO MANTZIZIDOR TORRONTEGI (Mundaka, 1977). Ingeniero técnico informático, es un ávido lector desde su infancia, y en La vida es un tango, Gari, su primera novela, se propone dar expresión literaria a algunas de las cuestiones que le preocupan, como el egoísmo, las adicciones, la cárcel o el machismo.

6

EL PAQUETE

Salí del agua y me acerqué lentamente al paquete. Cada pocos segundos miraba alrededor, temeroso de que alguien me observara; pero por suerte no hacía muy buen tiempo y no se veía ninguna embarcación en los alrededores.

Sabía lo que tenía que hacer, cualquier persona normal solamente sopesaría dos opciones: pasar de largo como si no hubiera visto nada o dar media vuelta y llamar al 112 para que avisase a la Ertzaintza de que había un paquete sospechoso en la ría. Cualquier persona normal, pero yo ya no era una persona normal, sino, como he escrito anteriormente, un egoísta que no podía ver más allá de sus deseos. Ahora lo sé: debería haber seguido nadando como si nada, pero la tentación era demasiado grande.

Realmente no tuve que pensar y decidir qué hacer; la decisión ya estaba tomada incluso antes de que pensase en ella: iba a quedarme con el paquete, fuera lo que fuera. Porque para mí aquello no era un paquete de droga, era mi billete a Kona.

De todas formas, una cosa era decidir llevarme el paquete y otra muy distinta hacerlo sin que nadie me viera. Por el lado de la costa las rocas ascendían en una pendiente muy abrupta hacia un bosquecillo de encinas. No iba a poder subir por allí descalzo y cargando con el fardo; además, después tendría que atravesar el bosquecillo que daba a las viviendas de Abiña. Descarté aquel camino de inmediato.

Como era casi bajamar, podía ir andando por la orilla metiéndome en el agua hasta la cintura o menos, pero, claro, solo había dos posibilidades: la primera era remontar la ría en dirección Gernika; la segunda era bajar en dirección al mar. En dirección Gernika no había nada excepto kilómetros de marisma. Tal vez podría salir de las marismas en Axpe, a uno o dos kilómetros de donde me hallaba, pero de nuevo aparecería en una zona habitada, con un paquete sospechoso, en traje de baño… Aquel camino quedaba tan descartado como el de Abiña. Así que solo me quedaba volver por donde había venido, a la playa de San Antonio. Pero ¿cómo evitar que me viesen con un fardo en los brazos la gente que estaba en la playa y en el chiringuito? Era septiembre y, a pesar de no hacer muy buen tiempo, en esa época del año siempre hay gente allí, paseando, jugando con la arena, tomando algo en el chiringuito. Y esperar a la noche tampoco era una opción, la marea empezaría a subir y solía haber cuadrillas hasta tarde tomando algo. «Si al menos todavía tuviésemos el bote… –pensé–. Podría ir a Mundaka, remontar la ría, recoger el fardo y sacarlo por el puerto tranquilamente dentro de una mochila. Pero vendimos el bote el año pasado, no podíamos mantenerlo».

Cada minuto que pasaba me sentía más frustrado: allí estaba yo, con un paquete que podía valer mucho dinero, que podía hacer realidad todos mis sueños (mi único sueño realmente), y no podía sacarlo sin que me viera nadie… Repasé la costa en mi cabeza una y otra vez. Conocía la ría como el pasillo de mi casa, desde niño había remado, nadado o navegado por ella en infinidad de ocasiones. Tenía que haber una solución, una salida. Entonces recordé cuando, de niños, con el bote deaita en una ocasión subimos desde la ría a los terrenos del caserío Urkitze.

A muy poca distancia de donde me encontraba, en dirección a Gernika y antes de llegar a Axpe, había dos caseríos cuyos terrenos llegaban hasta la costa. Los terrenos terminaban en un terraplén similar al que tenía en frente, pero menos alto e inclinado, sin bosquecillo a continuación, sino con una pendiente de hierba y, sobre todo, sin viviendas al final, porque creía recordar que el primero de ellos estaba deshabitado. Sí, cuanto más pensaba en ello más me convencía. Alguien había dicho que estaba en venta, que sería un lugar increíble para vivir. Sí, definitivamente allí no viviría nadie.

No lo p