ERRONDAL
–Plaudite, cives! –dijo Aba Yakue mientras alzaba la copa. El rey, entonces, levantó al heredero por encima de las cabezas de los caballeros y damas de la corte, y lo mantuvo así hasta que todos los cortesanos hubieron pronunciado su saludo. Luego se acercó a la reina, que aguardaba sentada junto a la cuna, y le entregó el niño. La reina hizo un esfuerzo por levantarse, pero enseguida volvió a sentarse, excusándose con una exhausta sonrisa. El propio rey acostó al niño. La reina, completamente pálida, tapó al recién nacido con una sábana de lino y, apoyando el pie en uno de los balancines de la cuna, comenzó a mecerla rítmicamente. A una señal del rey, las damas y doncellas de la corte se acercaron. Las mujeres de más edad tomaron asiento al lado de la reina, mientras las demás permanecían de pie alrededor de la cuna, unas inclinadas hacia el heredero, interesándose otras por la salud de la reina. El tono alegre y distendido de las mujeres, sus mejillas de color cereza, las cremas de miel y menta aplicadas alrededor de sus ojos, contrastaban con la palidez del rostro de la reina, resaltada por los profundos cercos morados de sus ojeras.
El rey estuvo observando largo tiempo al grupo de mujeres. Todas vestían de forma bastante parecida: las faldas, de gran vuelo, llegaban casi hasta el suelo, y estaban cortadas según un patrón similar; muy diversos eran, en cambio, los llamativos colores, que competían en viveza. Las más jóvenes, llevaban el pelo recogido en trenzas; las de más edad, por el contrario, lucían moños en forma de torta.
El rey se volvió hacia los nobles caballeros. Un sirviente le presentó una bandeja, de la que tomó un vaso de plata lleno de vino, y, antes de beber, lo levantó para brindar.
–Plaudiamus! –respondiste esta vez, baronet, aceptando la invitación del rey, al contrario de lo que habías hecho con la de Aba Yakue. Acababas de regresar a Hiriburgo con un grupo de tus soldados. Os seguía un gran carro con la carga envuelta en arpillera, pero a la gente no le pasó desapercibido el significado de tanto secreto: nada bueno podía traernos aquel artilugio que os afanabais en ocultar. Se desató toda clase de rumores sobre la carga de aquel carro, pero todos daban por cierta una cosa: se trataba de un nuevo tipo de potro de tortura; un siniestro y enorme aparato capaz de arrancar confesiones hasta a los mudos…
Tú, al menos, estabas más ufano que nunca. Anticipándote al rey, ordenaste a los sirvientes que llenaran de nuevo nuestros vasos. Hiciste chocar tu vaso con el del rey, y, luego, ambos los alzasteis al mismo tiempo. Los demás, siguiendo tu indicación, también levantamos el vaso que nos acababan de llenar de vino. Síndicos y caballeros, condes