: Émile Zola, August Nemo
: Novelistas Imprescindibles - Émile Zola
: Tacet Books
: 9783985515837
: 1
: CHF 1.60
:
: Historische Romane und Erzählungen
: Spanish
: 587
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Émile Zola que son Germinal y Nana. Émile Zola fue un novelista, periodista y dramaturgo francés, el practicante más conocido de la escuela literaria del naturalismo, y un importante contribuyente al desarrollo del naturalismo teatral. Según el gran estudioso y biógrafo de Zola, Henri Mitterand, 'el naturalismo aporta algo más que el realismo: la atención prestada a los aspectos más exuberantes y opulentos de las personas y del mundo natural'. Fue una figura importante en la liberalización política de Francia y en la exoneración del oficial del ejército Alfred Dreyfus, falsamente acusado y condenado, que se resume en el célebre titular del periódico ¡J'Accuse...! Zola fue nominado al primer y segundo Premio Nobel de Literatura en 1901 y 1902. Novelas seleccionadas para este libro: - Germinal. - Nana. Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Émile Zola (2 de abril de 1840 - 29 de septiembre de 1902) fue un novelista, periodista y dramaturgo francés, el practicante más conocido de la escuela literaria del naturalismo, y un importante contribuyente al desarrollo del naturalismo teatral.

IV


 

Cuando Maheu volvió a su casa, después de haber dejado a Esteban en la de Rasseneur, encontró a Catalina, a Zacarías y a Juan, que estaban sentados a la mesa, acabando de comer. Al salir del trabajo, tenían tanta hambre, que comían sin quitarse la ropa mojada, y sin lavarse siquiera la cara; no se esperaban unos a otros; la mesa estaba puesta todo el día, desde por la mañana hasta por la noche, habiendo siempre alguno comiéndose su ración a la hora que se lo permitían las exigencias del trabajo.

Maheu vio las provisiones desde la puerta. Nada dijo, pero su semblante inquieto se serenó de pronto. Toda la mañana había estado pensando con desesperación que la casa estaba vacía, sin café y sin manteca siquiera. ¿Cómo se las arreglaría su mujer, mientras él luchaba heroicamente contra la hulla? ¿Qué iba a ser de la familia si había vuelto a casa con las manos vacías? Y se encontraba que tenía de todo. Más tarde le preguntaría cómo se había producido el milagro. Entre tanto, sonreía satisfecho.

Ya Catalina y Juan se habían levantado de la mesa, y estaban tomando el café de pie, mientras Zacarías, que no se daba por satisfecho con el cocido, se estaba comiendo un gran pedazo de pan muy untado de manteca. Había visto el pedazo de carne que Alicia estaba poniendo en un plato; pero no lo tocaba porque sabía que aquello era para su padre. Todos se echaron al coleto un buen trago de agua para ayudar a la digestión.

—No hay cerveza —dijo la mujer de Maheu, cuando su marido se hubo sentado a la mesa—. He querido guardar algún dinero… Pero si quieres, la niña puede ir por ella en un momento.

El marido la miraba asombrado. ¡También tenía dinero!

—No, no —dijo—. Ya he bebido un jarro en la taberna, y me sobra.

Maheu empezó a comer a cucharadas. Su mujer, sin dejar a Estrella de los brazos, ayudaba a Alicia, que servía a su padre, y le acercaba la manteca y la carne, y ponía el café a la lumbre, para que lo encontrase bien caliente.

Pero en un rincón había comenzado la operación de lavarse en un medio tonel transformado en cubeta de baño. Catalina, que se bañaba primero, acababa de llenarlo de agua tibia, y se desnudaba tranquilamente, quedándose como su madre la echó al mundo, porque tenía la costumbre de hacerlo así desde muy niña y no encontraba en ello mal alguno, a pesar de sus dieciocho años. No hizo más que volverse de cara a la pared, dando la espalda a la lumbre y empezó a frotarse vigorosamente con un estropajo y jabón negro. Nadie la miraba; ni siquiera Leonor y Enrique sentían curiosidad por saber cómo estaba formada.

Cuando se encontró bien limpia, subió desnuda la escalera, dejándose la camisa y la demás ropa mojada hechas un lío en el suelo. Pero entonces surgió una disputa entre los dos hermanos: Juan se había dado prisa a meterse antes en el barreño con el pretexto de que Zacarías no había concluido de comer; y éste lo empujaba, reclamando su turno, y diciendo que si tenía la amabilidad de permitir que Catalina se bañase antes, no quería ir después de su hermano, porque éste dejaba el agua como tinta y le daba asco. Acabaron por lavarse al mismo tiempo, vueltos de espaldas a la gente, y tan bien hicieron las paces, que uno a otro se ayudaron a restregarse las espaldas con el jabón. Luego, lo mismo que su hermana, desaparecieron desnudos por la escalera.

—¡Qué lodazal arman!… —murmuró su madre mientras recogía la ropa para ponerla a secar—. Alicia, pasa un trapo por el suelo; ¿oyes?

Pero un estrépito espantoso que se oía al otro lado del tabique le cortó la palabra. Aquel ruido era el de las voces descompuestas, juramentos de hombre, llanto de mujer, un estruendo de batalla campal, y de vez en cuando golpes tremendos, seguidos de grandes quejidos.

—La