: Anjel Lertxundi
: Los trapos sucios
: Alberdania
: 9788498683165
: 1
: CHF 5.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 208
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En el arranque de la novela, el narrador confiesa a su padre que, veinte años atrás, en las postrimerías del franquismo, alguien le pidió que trasladase en su coche a unos activistas de ETA. Comienza así un proceso de reconstrucción de las cosas que nunca se dijeron entre padre e hijo, las razones de sus desavenencias, lo que sus silencios pudieron ocultar. El hijo tiene un doble motivo para afrontar tal ejercicio de memoria: los médicos acaban de diagnosticar a su padre una enfermedad mental degenerativa, y este acaba de recibir una carta exigiéndole el pago del impuesto revolucionario. Pero el padre ha comenzado ya a habitar ese territorio extraño en el que tiempo y espacio son paulatinamente conquistados por las huestes del reino del olvido. Y en cuanto al mundo de la violencia, pronto comprueba que, para alejarse de él, desear hacerlo puede no ser suficiente. El narrador va hilvanando así el recuerdo siempre imperfecto de los hechos y de los silencios que han marcado la vida entre padre e hijo, su desarrollo en la memoria y, sobre todo, su incidencia moral en el presente y en la relación entre ellos. La novela, a través de la confesión que el narrador hace a su padre, recorre unos años cruciales de nuestra historia, desde la agonía de la dictadura a los primeros 90 del siglo pasado, una época que aún nos interroga a todos -y nos interrogará aún largamente- sobre nuestras opciones en determinados ámbitos de nuestra vida, muy especialmente en el de las elecciones morales.

No soy capaz de recordar los pormenores de aquellos hechos gesto a gesto, palabra por palabra, suceso a suceso. Ni siquiera tengo claro si me enfrenté o no a Katxas. Tengo grabado el momento en que me llamó Cacapitán,estoy viendo su burlona sonrisa. Pero ¿juraría que me enfrenté a él? Difícilmente. Soy yo quien habla por mi propia boca, y cuando aludo a personas que he conocido en mi camino, no es a ellas a quienes describo, sino que me describo y desnudo sobre todo a mí mismo.

Me he referido desde el primer momento a Katxas como a un arrogante. Esa fue la impresión que me causó desde el principio. Su imagen de hombre de una pieza y su autoritarismo, propios de un cowboy de cualquier western, me resultaron incómodos desde el primer instante en que lo vi. Pero las secuencias del pasado que se adhieren a nuestra memoria no son una cadena de hechos, sino la apariencia que la imaginación de cada cual da a esos hechos. Y no, además, a todos los hechos, sino a los pocos que conservamos en el desván de nuestra conveniencia.

“Pero ¿qué clase de persona eres tú?”, pregunta una chica llamada Leo al payaso de la novela de Heinrich Böll.

“Soy un payaso, y colecciono momentos”, le responde el protagonista.

Eso soy yo también: un cazador de instantes. Como todos, también yo conservo determinados pasajes, y no otros, en el álbum de mi memoria. No he conservado en él vestigio alguno de las relaciones entre Ella y sus dos compañeros, ningún guiño, palabra o acto que me ayude a relatar mejor aquel viaje. Se cruzarían gestos secretos, imagino que Ella mantendría algún vínculo más estrecho con alguno de los dos jóvenes. Seguramente con Katxas . Pero se trata de una conclusión que he extraído con posterioridad: cuando la vi en los periódicos fotografiada puño en alto en el acto de homenaje con motivo de algún aniversario de la muerte de Katxas. Pero no puedo afirmarlo, puesto que aquel día no detecté nada especial entre Ella y Katxas. Puedo dar testimonio del respeto que Ella mostraba por Katxas, rayano en lo reverencial. La actitud de Ella tenía mucho de la ciega admiración que por un cantante idolatrado profesan sus fans, pero ello no me da derecho a afirmar que existiera una relación de otro tipo entre ambos. Podría tirar del hilo de la imaginación, y colorear las relaciones entre Ella y Katxas. Saldrían unas páginas entretenidas. Pero no significativas. No, al menos, para lo que me propongo contar.

Recuerdo bien la luz y el calor de aquel mediodía. Recuerdo especialmente el silencio entre nosotros. Solo abríamos la boca para lo imprescindible. Por lo demás, solo el sonido del motor rellenaba el abismo de un silencio poco menos que absoluto.

Pronto, apenas hubimos dejado atrás el pueblo, la carretera comenzó a serpentear por un collado. A izquierda y derecha, los caminos y pistas forestales surcaban el verdor en todas direcciones. Más arriba, en las laderas de las montañas, se veían los caseríos, diseminados aquí y allá como si los hubieran esparcido desde el cielo en los claros de los pinares. Bajamos Areitio, y tomamos hacia el norte por indicación de Katxas. En la pared de un caserío leí Valle de Azúa,rotulado en letra azul bajo un escudo de armas. Los parajes por los que circulábamos me resultaban cada vez más desconocidos, y la carretera era francamente estrecha. Y con demasiadas curvas para un conductor novato como yo. Gorriya pronto se dio cuenta de mi escasa destreza, y le dio por tomarme el pelo:

Pero qué rediós, ¿es que te da miedo pisarle? ¡Habríamos llegado antes a pie!, dijo, y tosió al reírse.

Cállate, no pongas nervioso al chaval, le reprendió