I
El sol caía a plomo sobre el campamento. Solo los secos martillazos del carpintero y mis esporádicas órdenes quebraban un silencio en el que podía oírse incluso la luz.
Un ciego habría creído que alguien claveteaba un ataúd. De pronto, se oyó un estruendo proveniente del tupido bosque, en la otra orilla del río, y en el silencio del campamento eclosionó una súbita algarabía de vítores y alaridos.
Un grupo de media docena de soldados, con los fusiles colgados al hombro, traía medio a rastras a dos hombres. Cerraba el tropel otra pareja de soldados con los fusiles dispuestos. Los prisioneros, a punto de desfallecer de agotamiento, avanzaban a trompicones entre los rudos militares. Cuando la pequeña comitiva hubo cruzado el puente sobre el río, los acampados se unieron a los recién llegados, rodeando entre gritos y aplausos a soldados y presos. El confuso grupo se dirigió hacia la gran carpa que, además de servir de comedor, se utilizaba para las misas dominicales y también para los espectáculos, y en cuyas proximidades se alzaba el recinto alambrado donde finalmente arrojaron a los dos detenidos. Dentro había otros tres hombres, con los uniformes ajados y barba de días.
El carpintero observó un rato a los recién llegados. De las andrajosas vestimentas de los presos no cabía deducir si eran liberales o desertores carlistas. Fueran de uno u otro color, a mí se me antojaban la misma clase de forúnculos purulentos. Pronto decayó la curiosidad del carpintero por los detenidos, y siguió clavando el medallón de madera que estaba fijando a una mampara recién pintada. El medallón simulaba un escudo de armas en el que se distinguía el perfil de un árbol con apariencia de cruz y unas letras grabadas.
IHS
Una pequeña cruz con aspecto de espada dividía verticalmente la hache en dos.
Un par de días antes, el jefe del campamento –un general corpulento– había visto el cristograma, y, rodeado de militares de alta graduación, interpretó, vanidoso, su significado, con una deplorable pronunciación del latín:
–¡Iesus Hominum Salvator!
De pronto, frunció el ceño al tiempo que señalaba la pequeña cruz que dividía la hache en dos.
—¿Qué pinta esa espada ahí?
Le respondí, sumiso, que lo que dividía en dos la hache era, en efecto, una espada, pero también una cruz.
—¿Es que no basta con la cruz que surge del árbol? ¿A qué viene mezclar la espada con la cruz? ¡Qué más quieren los liberales; nos podrán tildar de meapilas una vez más! –exclamó en tono airado, más para impresionar a quienes lo rodeaban que porque le importara la cuestión.
No le respondí. ¿Cómo explicar al general que el lema original del cristograma no era, por más que todo el mundo así lo creyera,Iesus Hominum Salvator, sino el varios siglos anteriorIn Hoc Signo vinces?, con este signo vencerás, cuyo eje es una cruz que se convierte en espada: no podría ser más explícito. ¿Cómo explicar a un ignorante general que la espada y la cruz acostumbran a caminar juntas? Si hubiera osado sugerir algo semejante, no habría tardado cinco minutos en verme encerrado entre alambradas.
El carpintero bajó con sumo cuidado de la escalera de mano. Retrocedió dos pasos, y, con un ojo entrecerrado, aprobó la colocación del medallón de madera que hacía las veces de escudo de armas.
–¡Vincent! –me llamó, restregando mi nombre francés en su pronunc