: Ramón J. Soria Breña
: Los dientes del corazón
: Baile del Sol
: 9788416320318
: 1
: CHF 4.40
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: Gegenwartsliteratur (ab 1945)
: Spanish
: 230
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
El secreto de convertir los alimentos en otra cosa, el secreto de convertir la comida en felicidad. ¡Felicidad!, ¿entiendes?, nosotros sí hacemos feliz a la gente que come lo que guisamos. Antes de que el alzhéimer haga estragos en su memoria, un cocinero, un gourmet, recoge en un cuaderno los recuerdos a los que le llevan sus mejores recetas y sus mejores amores. Delicias rescatadas en unos relatos que enervan las papilas gustativas, que desvelan algunos misterios de la cocina y de las sábanas con tanta delicadeza como osadía. Ramón J. Soria Breña nos propone en este libro un recetario sobre la vida y sus emociones, sobre los apetitos y el ancestral deseo de saciarlos. Desde la antropología de la alimentación hasta la sofisticación de la gastronomía, sin dejar de mirar a la tradición y su sabio consejo, estos relatos nos sumergen en el apasionante perfume de los fogones y los secretos de la buena cocina, del buen amor y del buen sexo. El secreto de convertir la comida en felicidad. Degusten cada capítulo, con fruición, rebañando, a placer. Disfrutarán de sus sabores, sus aromas y todas las evocaciones a las que nos lleva cada platillo, cada sorbo, cada caricia y cada uno de los recuerdos que minuciosamente comparte con nosotros este cocinero de la sensualidad.

Ramón J. Soria Breña (Jarandilla de la Vera,1965) es escritor, bloguero y antropólogo. Durante treinta años ha investigado como consultor los hábitos alimenticios en la sociedades de consumo. Apasionado de la selva amazónica y de la pesca a mosca, es colaborador habitual de la prensa de naturaleza. En su juventud anduvo por Brasil estudiando 'la caza de la ayahuasca' y 'los sistemas de censo para felinos: el caso del Jaguarundí o Gato Nutria'. De regreso a Madrid, con una amplia experiencia en supervivencia en la selva y costumbres alimenticias no muy recomendables -algún día quizá cuente cómo se prepara una brocheta de cucarachas o un guisado de mono con frijoles-, tuvo que trabajar de cocinero en una churrasquería, monitor de cursos de supervivencia para ejecutivos agresivos y profesor de pesca a mosca. Ha escrito las novelas de aventuras, ambientadas en la guerra civil: Los últimos hijos del lince y Cartas de amor que nunca escribiste, y las historias gastronómicas El barco caníbal y Por rutas cerderistas. En la infinita oferta de la moda de los blogs de gastronomía, lanzó la propuesta minimalista y novedosa de un blog de 'recetas noveladas' titulado Gastropitecus Glotón. Baile del Sol recupera las mejores de estas recetas, guisos adecuados para engordar la imaginación.

DÍAS DE VINO


Saboreo despacio el vino y contemplo este horizonte pardo de viñas en sazón el día antes de comenzar nuestra vendimia. Al fondo la tierra parece más rojiza y brillante por los últimos rayos de sol. Creo que he llegado a ser un buen vitivinicultor. Sé casi todo de las uvas y la tierra, de la alquimia y de las ciencias del vino, pero sigo sin saber por qué en la linde de las jaras las uvas son un poco más dulces y más oscuras. Seguro que algún día lo descubres. Me dijo ella aquella noche.

Jara era muy especial. La conocía desde los dieciocho años. Los amigos la consideraban una mujer algo excéntrica, que no había querido pasar por el aro del trabajo estable, la pareja convencional, los hijos, las aburridas rutinas, las pequeñas pero sensatas locuras de tener unhobby, un amante joven y temporal o un vicio poco doloroso y asequible.

Nos habíamos amado entonces durante algunas semanas, y tanto en la cama como en la mesa, era muy divertida. Una de esas extrañas personas que siempre ven la botella no medio llena, sino casi llena. Las dificultades y palos de la vida siempre le parecían pequeños contratiempos, y cuando dormía nunca se colocaba en la típica postura de autoprotección en posición fetal, ni te abrazaba buscando inconscientes seguridades masculinas. Se quedaba arrullada de cualquier forma, con los brazos y las piernas relajadas, abiertas, abandonada al sueño, como si en el dormir estuviera abrazando con suavidad al mundo.

No hubo trauma en nuestra separación, seguimos siendo amigos y hasta íntimos amigos sin haber roto nunca la invisible complicidad de haber compartido esos días nuestros cuerpos jóvenes, bastantes botellas de buen vino y muchas risas. Hubo años de vernos muchas veces y años de no vernos ninguna. Por su vida pasaron muchos novios y por la mía más de dos divorcios. Ella hizo de su pasión su oficio y se había convertido en una prestigiosa fotógrafa de temas culinarios y yo me acomodé sin muchas luchas en el negocio familiar de la bodega.

 

Entonces llevaba sin ver a Jara casi dos años. Ella acababa de volver de Vietnam y me invitó a cenar sin enredar con protocolos ni retóricas. Hola, ando por el pueblo, ¿quieres venir a mi casa a cenar? Yo accedí sin pensarlo porque además era una excelente cocinera. Preparó un cordero asado en su difícil y delicado punto y unas alcachofas estofadas con patatas. Ya sabes que para asar hay que saber de fuegos y de carnes. Estaba guapa, algo ojerosa, quizá como consecuencia deljet lag o de alguna noche loca, y en su melena negra habían aparecido muchas más canas de las que recordaba. Estás vieja pero más buena que un tintorro del ochenta y seis, le dije. Y tú estás igual de gilipollas que siempre, algo más barrigón y ya un poco calvo. A lo mejor por eso te quiero. Tras la cena y un postre de mango flambeado con ron, nos fuimos a la cama. Como entonces, un revolcón con Jara seguía siendo una fiesta. Ella siempre me hizo sentir que era un estupendo amante aunque yo sabía que era mediocre y torpe. Me gustaba mucho su sabor, su forma de moverse y de jugar conmigo.

Estaba dormida cuando vi la pequeña cicatriz violácea debajo de su pecho. Cuando se despertó no tuve que preguntarle nada. Ella era así, directa, seca, poco diplomática y algo bruta. Sí, me muero. Tal vez malviviría ocho meses si me dejase envenenar por la quimio, pero va a ser que no. Antes de que acabe todo me apetecía volver a hacer dos cosas que me gustaban mucho. Una era esta, y otra ya sabes.

Yo no sabía o no recordaba. A ella le gustaban muchas cosas: viajar sin equipaje adonde le mandasen las revistas, cocinar para los amigos, nadar en el mar muy lejos, no dejar una botella de vino nunca a medias, no aplazar para mañana un compromiso, leerse del tirón un libro, tocar la corteza arrugada y dura de mis viñas viejas y reírse de todo casi siempre, pero no como una forma de burla arrogante sino para desarmar así lo duro y feo de la vida. ¿De verdad no te acuerdas? Metió un dedo en la copa de vino y me salpicó con unas gotas. Recordé entonces muchos años antes, cierta madrugada loca de verano. Por aquel tiempo trabajar en una bodega y entender de vinos no era una profesión con prestigio; sin embargo, ella admiraba mi palabrería floreada a la hora de definir los vinos que bebíamos o distinguir regiones y hasta añadas con solo pegar un trago de la copa. Aunque para todos yo era el hijo tonto del Tomás el vinatero, sí hombre, el nieto de Liberto el indiano, el que volvió medio loco de Venezuela.

 

Varias veces acabamos en la bodega vieja, en uno de los despachos abandonados del piso de arriba que el abuelo había utilizado como vivienda muchos años, hasta que su sueño comenzó a ser un negocio rentable. Era un sobrado de techo bajo, pero él había instalado allí, además de un desp