: Amaia Telleria
: En manos del viento
: Alberdania
: 9788498688092
: 1
: CHF 10.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 194
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Mikela dejará atrás súbitamente su infancia en el caserío en el momento en el que su madre viuda la lleva a la casa de los Repáraz, una familia acomodada de Alsasua, a cuyo servicio entrará la niña, de apenas trece años. Así lo han hecho antes sus hermanas mayores, y ahora le toca a ella aligerar la mesa de la casa por turno y, de paso, ejercitarse en un oficio que quizá le sea de utilidad más adelante. Aún vivo el rescoldo de la guerra civil, en casa de los Repáraz Mikela conocerá la vida de la gente pudiente, pero también el reverso de la moneda, porque corren malos tiempos para los perdedores... Deberá dominar la nostalgia de su familia, embridar los recuerdos y, al mismo tiempo, abrir su corazón adolescente a la nueva vida que comienza a mostrársele. Aprenderá en su propia carne que es inútil esforzarse por permanecer al resguardo de todos los vientos; en cualquier momento, por cualquier resquicio, se colará una ráfaga imprevista que la transportará o lo desconocido. Solo quien permanece alerta podrá zafarse del vendaval. Una educación sentimental tan dura como necesaria.

AMAIA TELLERIA MUJIKA (Idiazabal, 1993). Profesora de Enseñanza Primaria, cursó un posgrado en la Escuela de Escritores de Bergara. Ha obtenido diversos premios de narrativa breve, y ha publicado obras para el público juvenil. La presente novela fue galardonada en 2021 con el premio Euskadi de Plata del Gremio de Librerías de Gipuzkoa.

II

La casa de los Repáraz podía parecer un castillo comparada con la de Iruinbarrena. Tras la reja metálica que comenzaba a invadir el musgo, el camino zigzagueaba hacia un imponente edificio con un amplio jardín a ambos lados. Frente al seto podado en forma de cuadrado, hileras de rosas bien cuidadas.

–¿Es esta? –preguntó Mikela a su madre, tragando saliva.

Lucía asintió, mientras empujaba la puerta. Madre e hija recorrieron el camino mirando al letrero que decía: «Fonda de Vicente Repáraz». Ya para entonces estaba cerrada, pero en cierta época tenía mucha fama. Según le contaron sus hermanas a Mikela, en aquel sitio había vivido gente muy importante.

Mikela no tuvo ninguna duda cuando reparó en el entorno: era un lugar que te cortaba la respiración. Las hortensias pegadas a la casa, agrupadas en un estrecho macizo, estaban en flor, pero el protagonista era un árbol frondoso similar a un castaño, tan alto como la terraza de la casa. Con solo mirar el tronco y las hojas, la muchacha era capaz de reconocer todos los árboles de la zona de Iruinbarrena, pero nunca había visto ninguno como aquel.

Al caminar, se ciñó con una mano la tela del vestido. Ya entonces Mikela era una mujercita de trece años que empezaba a desarrollarse, con sus sentimientos a flor de piel. Sin embargo, su cuerpo era el de una niña, con pechos más pequeños y caderas más estrechas de lo que ella hubiera querido.

Madre e hija se detuvieron en la puerta de entrada, con el bolso colgando del brazo y la cabeza erguida. Allí las estaba esperando la mujer, elegantemente ataviada, si bien decían que era bastante tosca: doña Nieves Zanguitu, viuda de Vicente Repáraz.

Costaba apartar la mirada de su mano robusta, que sujetaba con fuerza la de su nieta pequeña, a punto de reventar la manita de la niña con su zarpa. Sobre su nariz aguileña, dos ojos negros rodeados de arrugas contemplaban a las recién llegadas.

Bajo el sol de junio, con aquellos ojos de águila que la escrutaban, a Mikela el vestido se le pegaba a la piel. Aquella fiera iba a saltarle encima en cualquier momento. Cuando su madre posó una mano sobre el hombro de su hija, un escalofrío agitó el cuerpo de la joven, como si las garras del ave rapaz la hubieran aferrado. Tras el susto, respiró profundamente. Ras-ras, le vino a la memoria el sonido de la colada, que le ponía verdadera carne de gallina. «Lucía, Lucía, a una viuda sin caserío no le queda más remedio que lavar ropa ajena, y las aguas del Idiazábal son muy frías». Cerró los ojos al recordar lo que el vicario respondió a su madre cuando acudió a él para pedirle consejo. El águila, la colada. La colada, el águila.

«Una viuda llena de hijos ya tiene girando a su alrededor bastantes buitres, que la pisarían y, si pudieran, se la comerían», se dijo Mikela; «yo no seré un estorbo. La casa es hermosa; la gente, importante; aprenderé mucho junto a ellos, y puede que hasta haga algún amigo».

Tendría que quedarse allí, aunque habría preferido continuar en el caserío con sus hermanos. De poder elegir, habría optado por ir a la alhóndiga a comprar vino, y alimentar así la pizca de ilusión que le hacía ver a Andrés, el de Beheko-etxe. Un ruido de zapatos de tacón rompió el silencio cuando la hija de doña Nieves, Elvira Repáraz Zanguitu, apareció remangándose el vestido con una mano. A Mikela le pareció la mujer más distinguida que en s