: Robert Louis Stevenson
: Viajes con una burra por los montes de Cévennes
: Baile del Sol
: 9788416320257
: 1
: CHF 3.20
:
: Reiseberichte, Reiseerzählungen
: Spanish
: 126
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En 1878, Robert Louis Stevenson quiso huir de sus numerosos problemas -salud escasa, amores tormentosos, dificultades económicas-, emprendiendo un viaje a través de los montes Cévennes, en Francia, acompañado por Modestine, una burra algo especial. Los apuntes que Stevenson recogió durante el viaje dieron origen a este libro, una entretenida descripción de los franceses y de su país.

El alto de Gevaudan


También allí el trayecto fue muy fatigoso por la suciedad y la pobreza. Sin que hubiera en todo el territorio ni siquiera una posada o casa avituallada donde refrescar al debilitado.

El progreso del peregrino

Un campamento en la oscuridad

Al día siguiente (martes 24 de septiembre) eran ya las dos de la tarde cuando terminé de escribir en mi diario y tuve la mochila preparada, pues estaba resuelto a llevarla para no tener en el futuro nada más que ver con cestas, y media hora después partí para Le Cheilard l'Eveque, un lugar en las márgenes del bosque de Mercoire. Me dijeron que un hombre andando podía llegar allí en hora y media; y pensé que no era demasiado ambicioso suponer que, aun con el impedimento de una burra, se pudiera cubrir la misma distancia en cuatro horas.

Durante todo el trayecto de subida por la extensa pendiente desde Langogne se alternaron la lluvia y el granizo. El aire continuaba refrescando gradualmente. Multitud de presurosas nubes —unas arrastrando cortinas de lluvia, otras espesas y luminosas como prometiendo nieve— aparecieron velozmente desde el norte y me siguieron por el camino. Pronto me hallé fuera de la cuenca cultivada del Allier, y lejos de los bueyes que araban y demás vistas de la zona. Ciénaga, brezal, marisma, tramos de roca y pinos, bosque de abedules enriquecidos por el amarillo otoñal, de vez en cuando unas casitas sencillas y unos campos inhóspitos, tales eran los elementos característicos de la región. Monte tras monte y valle tras valle, los pequeños senderos pedregosos verdes del ganado se entrecruzaban, se dividían, y acababan sucumbiendo en las depresiones pantanosas, para reaparecer esporádicamente en las laderas o bordeando un bosque.

No había una ruta directa a Cheylard, y no era asunto fácil abrirse camino por aquella región agreste y en aquel intermitente laberinto de senderos. Serían alrededor de las cuatro cuando di con Sagnerousse y proseguí la marcha celebrando contar con un seguro punto de partida. Dos horas después, en una tregua del viento, mientras iba anocheciendo rápidamente, emergí de un bosque de abetos por el que había estado deambulando para encontrar, no el pueblo que buscaba, sino otro terreno pantanoso entre abruptas colinas. Un rato antes había oído por delante de mí un sonido de cencerros, y ahora, al salir de los bordes del bosque, vi en las proximidades algo así como una docena de vacas y tal vez otras tantas siluetas oscuras que conjeturé eran de niños, aunque la bruma exageraba sus formas hast