Seguramente la respuesta que hayamos pensado, a la pregunta que encabeza esta Introducción, sea:rotundamente NO. No se puede medir el valor de una vida con un número. Un porcentaje puede decirnos muchas cosas pero no puede medir la fuerza con la que nos enfrentamos a los desafíos en nuestro día a dia, el amor que podemos dar, o la creatividad con la que vemos el mundo.
Reducir una persona a un número nos hace olvidar que detrás de ese dato hay sueños, emociones, habilidades y conexiones que no se pueden clasificar. Pero ¿que me dirías si te digo que así se lleva haciendo durante décadas con muchas personas?
La discapacidad es medida y clasificada en porcentajes, como si fueran etiquetas que definen hasta qué punto una persona puede participar en el mundo que le rodea. Un dato excluyente para un grupo social concreto. La idea siempre ha sido calcular, dividir, comparar… Pero, ¿qué nos estamos perdiendo al reducir a una persona a un porcentaje? La historia de la discapacidad ha evolucionado, pasando de ser un problema médico que necesita tratamiento, a entenderse como un desafío social que está causado por un entorno que no está preparado para abrazar la diversidad.
Lo mismo ocurre con la neurodiversidad, un término relativamente nuevo, pero lleno de un poder transformador. Como socióloga que soy debo citar en este sentido a la australiana Judy Singer. A esta socióloga se le atribuye en los 90 el término neurodivergencia1. Se refiere a una descripción general (no médica) de las personas con variaciones en sus funciones mentales. Las condiciones neurodiversas incluyen el autismo, la dispraxia, la dislexia, la discalculia y el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, o la alta capacidad, entre otras.
La neurodiversidad nos anima a entender que todos procesamos el mundo de manera única y que no existe un solo camino para experimentar la vida. Es una invitación a reconocer que el “pensamiento típico” es solo uno entre muchas formas posibles de ser.
Las personas neurodivergentes –aquellas cuyas formas de pensar y funcionar se alejan del estándar socialmente dominante– no necesitan ser “arregladas”; necesitan ser comprendidas y valoradas en su singularidad. Porque las diferencias neurológicas no son errores de la naturaleza, sino variaciones que aportan riqueza y perspectivas diferentes al mundo.
El concepto de neurodiversidad en definitiva hace referencia a las personas cuyos estilos cognitivos y de procesamiento difieren significativamente de lo que la sociedad considera “típico” o “normal”, por lo que las personas neurodivergentes tienen formas de pensar y funcionar que se alejan del estándar dominante.
Desde una perspectiva sociológica, discapacidad y neurodiversidad comparten algo esencial: la forma en que la sociedad percibe ambos términos, y la manera en la que la sociedad responde e interactúa con ellos. Ambos grupos de personas se enfrentan a dos grandes desafíos: el rechazo normativo, al ser vistos como desviaciones de lo “normal”, y la estigmatización, con etiquetas sociales que intentan reducirlos a una simple palabra. Estas experiencias no solo afectan a quienes viven la discapacidad o la neurodiversidad; afectan también a sus familias, a sus hogares, a su entorno más cercano.
Cuando la discapacidad o neurodiversidad entra por las puertas de nuestra casa, las familias nos vemos envueltas en una situación de incompresión social. Toda nuestra realidad se desvanece y comienza un nuevo camino sobre el que todo lo aprendido debe ser reformulado. Nuestra visión de la crianza, los modelos sociales establecidos en educación y las costumbres sociales, caen como una losa sobre nuestras cabezas en shock. Todo el siste