A MI LADO, en el pupitre, se sentaba el Quedito, que olía mal y parecía hinchado de la cara.
Próximo a mí, no podía resistir decirleQuedito. Pero me pegaba en el brazo, molesto.
Pues llamarlo con su apodo era tocar una llaga que los otros tocaban con impunidad, y hasta con diversión. Pero cuando yo lo hacía, reaccionaba contra mí como si yo fuera todos.
No sabía por qué le decían así, si por un rasgo de su carácter o por algo que le había sucedido, o solamente porque el sobrenombre estaba allí, y había que ponérselo a alguien. Pero tal vez le decían Quedito, porque en clase siempre estaba callado, moviéndose apenas, acodado sobre su cuaderno con el lápiz en la mano, con los ojos abiertos y ausente.
Unos dos años mayor que yo, era más alto y fuerte. Vivía cerca del cerro, y llegaba a la escuela con duraznos, que comía sin dar, a la hora del recreo, apartándose de nosotros para hacerlo. Llegaba a las clases antes que los demás alumnos, y se sentaba al borde de la larga escalera, bajando sus miradas por los escalones, sin ver a los que subían por ella, como si la meditara. Mientras ellos pasaban a su lado, diciéndole: “Quedito”… “Quedito”… “Quedito”…
Nos sentábamos de dos en dos en los bancos, en un salón que sólo decoraban la pizarra y un calendario, de años atrás, que se había olvidado en un muro. En medio del techo, colgaban cordones con focos, en los que las moscas se habían secado.
Hacia la profesora, sentada ante su escritorio, iban nuestras miradas, pero casi siempre escapaban las mías por una ventana, o se iban hacia abajo, hacia el pueblo.
La escuela estaba sobre un monte, que parecía un seno arrugado. Para llegar a ella había que subir la escalera, al borde de la cual se sentaba el Quedito, o ascender por una calle dando a barrancos. Durante la Revolución, decían las gentes, había sido construida, y desde ella se dominaba el pueblo, su caserío, y a lo lejos, la estación de ferrocarril, el camposanto y la carretera.
A la hora del recreo jugábamos entre las rocas, que estaban en el patio desde antes que existiera la escuela. Sobre ellas sentados, el Quedito hablaba, soso y descolorido, como un generador de mentiras: “Mi tío tiene un anzuelo para pescar ballenas…; tiene un rancho con cinco mil gallinas…; tiene un caballo tan grande como una casa…; tiene un león que se comió a un cocodrilo…“ Fijando sus ojos sobre mi ropa, metido él en los pantalones enormes de su hermano, y en una camisa, que cada vez que bajaba las manos para accionar, las mangas se las cubrían. Una congoja nocturna se le había pegado a las facciones, a los párpados bolsudos, de tal modo que, aunque por la voz se oía emocionado, por la expresión parecía que iba a llorar. A veces, a unos pasos, un gorrión sacudía el polvo con las alas; y al cual, el Quedito le arrojaba una piedra con mucha fuerza, pero nunca le daba.
El recreo se iba con un gusto de desdicha. Por lo que, para librarme de la opresión que me causaba el Quedito, al ver a Juan y a Arturo, corría hacia ellos.
Un lunes, Juan y Arturo encontraron