En los interiores domésticos de las viviendas burgalesas del siglo XVIII –en particular, y, por supuesto, a lo largo de toda la historia de la humanidad y en cualquier localidad planetaria, por grande o pequeña que sea, en general–, las diferentes estancias en que se resolvía la vida cotidiana estaban dotadas, en mayor o menor grado, con un mobiliario de diverso talante. Un catálogo exhaustivo del mobiliario doméstico se organiza en función de una tipología caleidoscópica, con múltiples muebles en cada uno de sus asertos. Descuella el mobiliario para el descanso nocturno, los muebles para dormir –cama, catre, cuja y cuna–1, el mobiliario para tomar asiento –silla, silla poltrona, sitial, taburete, escabel, banco, canapé2 y camón–, el mobiliario para posar objetos y pertrechos –mesa, bufete, mesa para juegos y billar (“mesa de trucos”)3 y “mesa para comer en la cama”4–, el mobiliario de cocina –basar, caponera, entremijo (fregadero), copero, frasquera, corchera y velador–, el mobiliario instrumental –tocador5, reloj6, biombo7 o estante, en especial para libros–, el mobiliario para decorar –rinconera y mampara–, el mobiliario de tienda comercial –mostrador, trampas y entablados–, los muebles para la calefacción –“caja de brasero”8–, el “mobiliario” para viajes –maleta–, el mobiliario de carácter agrícola –artesa, nasa, tonel, media fanega y celemín– y el mobiliario contenedor. En este libro nos vamos a zambullir, en concreto y de la manera más pormenorizada posible, en esta última tipología, la de los muebles para contener y proteger. No se debe obviar, en ningún momento, que este análisis forma parte de una reconstrucción de la cultura material que conformaba la existencia cotidiana de los hogares en el siglo XVIII en una modesta ciudad pre-industrial, Burgos. En dicha centuria, el Setecientos, el panorama general estaba basculado hacia lo gris y lo discreto –aún en la tónica de reconstrucción de la epidermis del Estado propulsada por la llegada de los Borbones9–, lejos de la edad dorada del siglo XVI, por una parte, y la traumática negrura del siglo XVII, por otra.
Para abordar el análisis del mobiliario contenedor es imprescindible no olvidar que “Les meubles sont de l’”intelligence solidifiée”10, en el sentido que propone Duhart que plantea que “ils résultent d’une conception de leur fonction, aussi, évoluent-ils avec les mentalités: l’évolution de la conception de l’ordre puet être saisie au travers des mutations des meubles de rangement”11. Hemos de considerar, como plantea Martínez Alcázar, que “El mobiliario constituye uno de los pilares básicos a la hora de formar un hogar, ya que satisface las necesidades diarias de los componentes”12. Es más, en palabras de Sobrado Correa, auténticamente proverbiales –que comparto al 100 %–, el “mobiliario, por su composición y su valor, es un buen revelador de las estructuras y jerarquías sociales, de la coyuntura económica, así como de las mentalidades, aunque la riqueza o pobreza no expliquen por sí mismas la totalidad de variantes que nos podemos encontrar en el mobiliario de los hogares de Antiguo Régimen, puesto que a niveles de fortuna iguales, el valor y la composición del mobiliario puede variar sensiblemente. No cabe duda de que los muebles tienen un puesto destacado en el equipamiento doméstico, tanto por su valor como por su trascendental funcionalidad, ya que los distintos elementos del mobiliario cuentan con un protagonismo activo en el cuadro de vida cotidiana de la población, al ocupar un papel de primera categoría en las funciones vitales de la alimentación, del reposo, del sueño, o del orden, entre otros aspectos”13.
Esta reconstrucción sobre el mobiliario contenedor en los interiores domésticos de Burgos en el siglo X