Introducción
Estamos embarrados en la realidad. Se nos pega como un vestido imposible de arrancar. En un mundo que se jacta de flexibilidad y fluidez, la realidad se constituye paradójicamente como una materia cada vez más densa y pesada. Su complejidad reticular termina siendo sinónimo de omnipotencia tentacular. Se multiplican las trampas que obligan a vivir en la urgencia permanente, sin más perspectiva que la adaptación ineluctable a unos procesos globalizados que nadie puede modificar. La fatalidad sistémica impera y los movimientos incesantes de un mundo cambiante no son más que la plena realización de esta fatalidad.
La adhesión a la realidad puede asumir formas diversas en las cuales se combinan, con proporciones muy variables, la necesidad de sobrevivencia, el brillo de los modelos de ascenso social, las seducciones adictivas del consumo, los pequeños privilegios de una vida mínimamente confortable, las trampas de una lógica competitiva que hace creer que no habrá lugares para todos, el miedo de perder lo poco (o lo mucho) que uno tiene y un sentimiento de inseguridad meticulosamente instalado. Hasta una buena dosis de escepticismo o una sólida capacidad crítica pueden dejar intacta esta adhesión a un sistema que quizás renunció a convencernos de sus virtudes para limitarse a aparecer como la única realidad posible fuera del caos, tal como lo sintetiza la sentencia emblemática de François Furet: “estamos condenados a vivir en el mundo en el cual vivimos”.1No hay alternativa: esta es la convicción que las formas de dominaciónactuales han logrado diseminar en todo el cuerpo social.2Más alláde las opiniones individuales, se volvió la norma que conforma el actuar a una implacable lógica de adecuación a la realidad tal como es.
Sin embargo, este edificio ya empezó a agrietarse. El apogeo de lo que, en los años 1980-1990, se llamó pensamiento único quedó atrás. Se ha caminado desde que el cuento del fin de la historia podía venderse como una evidencia indiscutible. El ciclo del reflujo de la crítica social, iniciado alrededor de 1972-1974 y lúgubremente amplificado durante los decenios del triunfo neoliberal, empezó a ceder terreno a partir de mediados de los años 1990 (levantamiento zapatista, huelgas de 1995 en Francia, movilizaciones de Seattle en 1999, entre otros). Un nuevo ciclo se inició entonces, caracterizado por el auge de las críticas al neoliberalismo y el surgimiento del movimiento altermundialista, cuya aspiración a “otro mundo posible” fue una poderosa arma en contra de la supuesta ineluctabilidad del orden neoliberal. También emergieron nuevos actores hasta ese entonces poco visibles (pueblos indígenas, excluidos, “sin”, migrantes...) y formas renovadas de organizarse y concebir las luchas;asumidasen su pluralidad, sin hegemonismos y en busca de la recuperación de la integralidad de la vida.
Cualesquiera que sean los límites de estos movimientos, losaños 2000 vieron un resurgimiento de la creatividad crítica y nuevasformas de radicalidad. Un indicio mínimo pero revelador es la reaparición del término “capitalismo” que el triunfo del pensamientoúnico había logrado desechar como un arcaísmo o hasta una palabracasi obscena.3Al contrario, esta noción moviliza un fuerte potencial crítico, pues nombra y hace ver a la realidad de una manera distinta a la que la lógica dominante pretende imponer.4Quienes la descartan denuncian una terminología reductora, que unificaabusivamentela realidad. Fingen ignorar que un verdadero análisis de las dinámicas del capitalismo (que no es sólo un sistema económico sino una forma social general) debe dar cuenta de su complejidad, sus contradicciones y sus incesantes mutaciones. Asociado con precisos análisis críticos, este término posee una gran eficacia, pue