: Luis Roso
: Leyenda de sangre
: Editorial Alrevés
: 9788419615817
: Narrativa
: 1
: CHF 6.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 280
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En junio de 1922, cuando la histórica situación de pobreza y abandono de Las Hurdes está en el centro de la opinión pública española por la inminente visita a la comarca del rey Alfonso XIII, una niña pequeña es secuestrada y asesinada en el monte de La Corderina, cerca de la aldea hurdana de Cambroncino. El estado en que se halla el cuerpo, al que le han arrancado vísceras y extraído una gran cantidad de sangre, lleva a pensar que la motivación del crimen es usar los restos de la niña en un ritual de sanación promovido por alguna bruja o santero de los que abundan en la zona.   Para evitar que el rey cancele su visita y con ello se pierdan las inversiones que seguirían a esta, tan necesarias para mejorar la vida de los hurdanos y terminar con la Leyenda Negra de la comarca, las autoridades deciden dar carpetazo a la investigación del crimen. Sin embargo, el descontento de la población y el temor a posibles alteraciones del orden público provocan que desde Madrid se envíe a un investigador externo, un antiguo sargento del ejército reconvertido en mercenario y buscavidas llamado Valerio Lubián -pero al que todos conocen como Cristo- para que trate de averiguar qué está ocurriendo realmente en Las Hurdes.     Acompañado por el refinado doctor Álamo y por el ayudante de este, Zillo, Cristo iniciará sus pesquisas sin saber que su investigación lo llevará a adentrarse a lo más profundo de la comarca y a empaparse en sus tradiciones y sus leyendas, y no tardará en verse arrastrado a una carrera contrarreloj para salvar la vida de otras niñas y para hacer justicia. 

Luis Roso (Moraleja, Cáceres, 1988) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y en Filología Inglesa por la Universidad Autónoma de Barcelona, así como comisario del festival de novela Gata Negra, que se celebra cada verano en la Sierra de Gata (Extremadura). En su palmarés se cuentan el Premio de Narrativa Ciutat de Vila-real por Durante la nevada (Alrevés, 2020), y el Premio Tuber Melanosporum a la mejor novela negra novel de 2016, otorgado por el festival Morella Negra, que ganó justamente con su primera novela, Aguacero, también publicada en la editorial Alrevés (2023). Sus otros libros son Todos los demonios (Alrevés, 2021) y El crimen de Malladas: Por vuestra boca muerta (Alrevés, 2022), nominado al Premio Rodolfo Walsh a la mejor obra de no ficción de género negro por la Semana Negra de Gijón, y seleccionado entre las mejores novelas negras de 2022 para El País. Recientemente ha reeditado Primavera cruel, también con Alrevés.

Capítulo uno


—Estamos buscando a Cristo.

El anuncio del guardia ni siquiera generó las burlas que este quizá se había temido. Los pocos parroquianos que le-
vantaron la mirada al escucharlo lo observaron con indiferencia. Allí abajo, en aquel sótano oscuro y cargado de humedad, probablemente nadie iba a dejarse intimidar por un par de uniformes. De hecho, fueron los guardias los que vacilaron unos instantes antes de bajar las escaleras. De poco iban a servirles las amenazas o las porras si iniciaban un altercado en aquel lugar, con aquella gente.

—Buscamos a Cristo —insistió el guardia de más edad, que, sin embargo, y pese al grueso bigote que le ocultaba el labio superior, no pasaría de los treinta años.

—¿Han mirado a ver si lo encuentran allá, en la iglesia?

La burla del tabernero, un sujeto rollizo llamado Pedro Castro, bien conocido por las autoridades de la ciudad y que lucía una repulsiva oquedad morada en el lugar de su ojo derecho, provocó algunas risas desganadas en la concurrencia. La basílica de San Francisco el Grande quedaba a apenas trescientos metros de su taberna.

—Nos han dicho que lo encontraríamos aquí —repuso el guardia, casi en tono de disculpa.

—¿Quién os ha dicho eso?

La voz vino del fondo de la sala, desde una mesa que la débil lámpara del techo apenas alcanzaba a alumbrar. El hombre estaba solo, fumando un pitillo. Los guardias se acercaron hasta él, aunque se detuvieron en seco cuando este se lo ordenó con un gesto de su mano.

—¿Me buscan para llevarme preso? —preguntó.

—No —respondió el guardia, en un susurro.

—Entonces, ¿qué queréis de mí?

—Nos mandan para acompañarlo al Gobierno Civil.

—¿El gobernador les ha mandado a buscarme?

—No. Ha sido el jefe.

—¿Su jefe? ¿Ramón?

—Don Ramón, sí.

—Ramón es un viejo amigo, pero hace algún tiempo que no trato con él. ¿Cómo sabía que yo estaba aquí? ¿Es que me tiene vigilado?

—No sabría decirle.

—Bueno, es normal. Un jefe de policía tiene que saber lo que se cuece en su ciudad. ¿Y les ha dicho Ramón para qué me buscan en el Gobierno Civil a estas horas?

—No. Solo nos ha dicho que vengamos a buscar a un hombre llamado Cristo y lo llevemos para allá.

—Un hombre llamado Cristo… Pero yo no me llamo Cristo, aunque a nadie le importe un rábano.

Cristo apuró el pitillo y arrojó la colilla dentro de la jarra de vino vacía que había en la mesa. Al ponerse en pie, los guardias comprobaron que, tal y como habrían supuesto por su vozarrón, era un tipo alto y corpulento: superaba en más de una cabeza de altura y dos arro-
bas de peso a cualquiera de los presentes. Tendría alrededor de cincuenta años, pero conservaba el cabello moreno, sin apenas canas, salvo en la barba, esta sí salpicada de mechones blancos, y que no llevaba recortada ni perfilada, sino sencillamente dejada crecer a su aire por espacio de varios días. Vestía un gabán oscuro, de paño quizá demasiado fuerte para la época del año, y bajo este una camisa blanca, desabotonada en la parte superior.

—Venga, vámonos —ordenó Cristo, colocándose su sombrero negro de ala corta e invirtiendo los papeles respecto a los guardias, como si fuera él quien los llevara detenidos.

Los guardias lo precedieron hasta la salida, y lo precedieron también durante los diez minutos de trayecto a pie hasta la plaza de la Villa. Las calles estaban empapadas por la lluvia que había caído de manera constante todo el día, y que solo había amainado hacia el atardecer; a pesar de eso, había bastante animación, como si todo el mundo hubiera estado esperando a que escampara para salir.

En el centro mismo de la plaza de la Villa, ataviado con un uniforme azul idéntico al de sus subordinados, salvo por la ausencia de correajes, les aguardaba el jefe de la Policía de Madrid, Ramón Fernández-Luna.

—¿Cómo te va la vida, Cristo? —preguntó, tendiéndole una mano.

—No tan bien como a ti, Ramón, eso se