Capítulo uno
—Estamos buscando a Cristo.
El anuncio del guardia ni siquiera generó las burlas que este quizá se había temido. Los pocos parroquianos que le-
vantaron la mirada al escucharlo lo observaron con indiferencia. Allí abajo, en aquel sótano oscuro y cargado de humedad, probablemente nadie iba a dejarse intimidar por un par de uniformes. De hecho, fueron los guardias los que vacilaron unos instantes antes de bajar las escaleras. De poco iban a servirles las amenazas o las porras si iniciaban un altercado en aquel lugar, con aquella gente.
—Buscamos a Cristo —insistió el guardia de más edad, que, sin embargo, y pese al grueso bigote que le ocultaba el labio superior, no pasaría de los treinta años.
—¿Han mirado a ver si lo encuentran allá, en la iglesia?
La burla del tabernero, un sujeto rollizo llamado Pedro Castro, bien conocido por las autoridades de la ciudad y que lucía una repulsiva oquedad morada en el lugar de su ojo derecho, provocó algunas risas desganadas en la concurrencia. La basílica de San Francisco el Grande quedaba a apenas trescientos metros de su taberna.
—Nos han dicho que lo encontraríamos aquí —repuso el guardia, casi en tono de disculpa.
—¿Quién os ha dicho eso?
La voz vino del fondo de la sala, desde una mesa que la débil lámpara del techo apenas alcanzaba a alumbrar. El hombre estaba solo, fumando un pitillo. Los guardias se acercaron hasta él, aunque se detuvieron en seco cuando este se lo ordenó con un gesto de su mano.
—¿Me buscan para llevarme preso? —preguntó.
—No —respondió el guardia, en un susurro.
—Entonces, ¿qué queréis de mí?
—Nos mandan para acompañarlo al Gobierno Civil.
—¿El gobernador les ha mandado a buscarme?
—No. Ha sido el jefe.
—¿Su jefe? ¿Ramón?
—Don Ramón, sí.
—Ramón es un viejo amigo, pero hace algún tiempo que no trato con él. ¿Cómo sabía que yo estaba aquí? ¿Es que me tiene vigilado?
—No sabría decirle.
—Bueno, es normal. Un jefe de policía tiene que saber lo que se cuece en su ciudad. ¿Y les ha dicho Ramón para qué me buscan en el Gobierno Civil a estas horas?
—No. Solo nos ha dicho que vengamos a buscar a un hombre llamado Cristo y lo llevemos para allá.
—Un hombre llamado Cristo… Pero yo no me llamo Cristo, aunque a nadie le importe un rábano.
Cristo apuró el pitillo y arrojó la colilla dentro de la jarra de vino vacía que había en la mesa. Al ponerse en pie, los guardias comprobaron que, tal y como habrían supuesto por su vozarrón, era un tipo alto y corpulento: superaba en más de una cabeza de altura y dos arro-
bas de peso a cualquiera de los presentes. Tendría alrededor de cincuenta años, pero conservaba el cabello moreno, sin apenas canas, salvo en la barba, esta sí salpicada de mechones blancos, y que no llevaba recortada ni perfilada, sino sencillamente dejada crecer a su aire por espacio de varios días. Vestía un gabán oscuro, de paño quizá demasiado fuerte para la época del año, y bajo este una camisa blanca, desabotonada en la parte superior.
—Venga, vámonos —ordenó Cristo, colocándose su sombrero negro de ala corta e invirtiendo los papeles respecto a los guardias, como si fuera él quien los llevara detenidos.
Los guardias lo precedieron hasta la salida, y lo precedieron también durante los diez minutos de trayecto a pie hasta la plaza de la Villa. Las calles estaban empapadas por la lluvia que había caído de manera constante todo el día, y que solo había amainado hacia el atardecer; a pesar de eso, había bastante animación, como si todo el mundo hubiera estado esperando a que escampara para salir.
En el centro mismo de la plaza de la Villa, ataviado con un uniforme azul idéntico al de sus subordinados, salvo por la ausencia de correajes, les aguardaba el jefe de la Policía de Madrid, Ramón Fernández-Luna.
—¿Cómo te va la vida, Cristo? —preguntó, tendiéndole una mano.
—No tan bien como a ti, Ramón, eso se