PARAÍSOS
El otoño descuella sobre las cenizas del verano. Verano de sequía y gallinas muertas. Una casucha se levanta junto a unos olivos anémicos y de mala casta que han sido ganados a la selva. La exuberante vegetación espía desde la frontera, dispuesta a reconquistar su territorio en cualquier momento. El mar queda lejos, pero algunas noches de marejada se oye su mal humor desde el terruño.
Es aún de noche. Mateo se levanta del lecho, tose, se ciñe el pantalón con una cuerda y sale de la casa. Con las manos en la cintura, mira el pedazo del mundo que le ha tocado en suerte. Escupe. Maldito el andaluz que lo convenció para que plantara olivos en aquella tierra del diablo. «Hazme caso, Mateo, la tierra volcánica dará buen aceite, le dará un sabor dulce y afrutado que encandilará a tus paisanos. Te harás rico». Y después de cinco años solo ha conseguido pasar hambre y perder sus cuartos en traer los plantones desde ultramar.
El hombre se dirige al corral para coger algunos aperos. Observa las piquetas y la limpia amontonadas junto al pilón. Cerca de ellas hay un bulto blanquecino y resplandeciente tirado en el suelo. Maldice.
–¡Zoquetes que no sirvenpa ná!
Camina hasta allí y se agacha sobre lo que cree un lienzo blanco de recolección que sus hijos han olvidado atar y ha quedado desmadejado. Pero se detiene al ver lo que es. Se queda paralizado, como si estuviera detenido en un retrato.
–¡Cagonmismuertos!
Desanda de espaldas unos pasos, trastabilla y cae de culo sobre el empedrado.
Un quejido que parece un suspiro, o un soplo de viento, o un aleteo, sale de la extraña figura enroscada sobre el pavimento.
–¡María, María!
La mujer, que estaba en la cuadra ordeñando a las cabras, levanta la cabeza, aún las manos sobre las tetas calientes. Intenta averiguar el significado del deje de temor que nota, por primera vez en su vida, en las voces del marido.
Sale al corral despacio, ve a su hombre tirado en el suelo y un bulto junto a él. Se asusta. Corre y se mete en la casa gritando y llamando a los hijos.
–¡José! ¡Pascual! ¡Deprisa, apuraos, es padre...!
Se oyen pasos apresurados dentro de la casa, golpes, reniegos.
Dos robustos muchachos llegan junto al padre y le ayudan a levantarse sin comprender lo que pasa. Él se los quita de encima a manotazos, blasfema y agarra la hoz que le queda cercana. Se va para el bulto y con la mano libre lo voltea despacio. La luz del alba se derrama sin que nadie se dé cuenta y se apresura a acariciar, como una amante rendida, el rostro de la figura que yace tumbada en el patio. Parece un hombre, pero nunca ha sido tal cosa.
Una niña fea, de pelo fino y una pierna mala, se asoma al corral para observar la escena.
Todos arguyen, pero el padre decide. Entre todos lo meten en la casa. Los mocetones con cuello de toro lo agarran por el torso, el hombre, por las piernas. La madre y la niña no se atreven a tocarlo. Lo acomodan sobre la mesa de la cocina.
No pueden creer lo que ven sus ojos. Pero los ojos no mienten, miente la boca y ninguno la abre. No pueden hablar, ni pensar, ni respirar. Solo sentir. Notan que se ahogan en un líquido denso con olor a nardos.
El ser es tan bello que cuando lo miran de seguido les hace llorar. Pasan los minutos, quizás las horas. No saben. Por fin el padre habla con torpeza de borracho, sin convicción.
–Ni nos incumbe ni es tema nuestro. Le cubrimos la desnudez, lo acercamos con la mula al cruce y al