Introducción
Los textos que se incluyen en este volumen tienen un particular interés para conocer al Lope de Vega que se leía o que se veía representar en los albores del siglo XIX. Un Lope de Vega todavía reconvertido hacia las formas neoclásicas y, a la vez, uno de los grandes culpables (a ojos de los ilustrados) de la decadencia que sufriría el teatro español a lo largo del siglo XVII, pero también uno de los grandes genios de la escena reivindicado por los hombres de teatro de finales del XVIII.
Las dos comedias refundidas por Agustín García de Arrieta que se publican aquí, en particular, son además buena muestra del trabajo de artesanía que había que hacer al preparar las obras originales de Lope para un nuevo público. Nos permiten acercanos de manera inigualable al taller del adaptador teatral; un versionador que, en este caso, fue además crítico de gran predicamento. Pero, por si fuera poco, la historia de estos textos encubre lo que hoy consideraríamos un plagio sin ambages: para su adaptación deLa esclava de su galánArrieta no duda en tomar el arreglo ya hecho por Cándido María Trigueros, uno de los dramaturgos fundamentales para entender el teatro de la Ilustración, y firmarlo como suyo con muy pocos cambios.
El lector curioso tiene ahora la oportunidad de encontrarse, en las refundiciones aquí publicadas, dos (o tres) comedias en una: la de Lope, la adaptación neoclásica de Trigueros (en el caso deLa esclava…) y la más tardía visión de García de Arrieta, hecha en un momento de transición hacia el teatro romántico. De su valor en el momento en que se escribieron y de su significado en el contexto histórico y teatral del periodo trataremos de dar cuenta en las páginas siguientes.
Un Lope de Vega para el Neoclasicismo
Durante el siglo XVIII Lope de Vega fue, en palabras de Fernando Doménech, «un ilustre desconocido»1. Su cuantiosa producción y la estima de la que disfrutó durante el Seiscientos contrasta poderosamente con los juicios vertidos sobre su obra dramática por parte de los ilustrados. A la cabeza de ese prejuicio antibarroco se encuentra Ignacio de Luzán (o acaso sus editores, en la versión deLapoéticade 1789), que es probablemente el primer responsable de que se extendiera la idea de que «Lope no es un modelo para imitado»2. Ciertamente, los hombres de letras que se acercaron a su obra lo hicieron llenos de recelos, más interesados por el «Arte nuevo» como discurso teórico que por sus manifestaciones prácticas, y juzgando que el texto fundacional de la comedia nueva, «dejando aparte la negligencia y poca lima con que está escrito y la cantidad de malos versos que tiene, él solo basta para convencer aun a sus mismos secuaces del desorden y extravagancia de nuestro teatro»3.
Como consecuencia de lo anterior, la ausencia de Lope tanto de la escena como de la imprenta es casi absoluta. De 1700 a 1799 no llegan a veinte las comedias –ni originales ni versionadas– que los espectadores madrileños pudieron ver sobre las tablas; algo que se compensa sobradamente en los primeros años del siglo XIX con la quincena de montajes que siguieron aSancho Ortiz de las Roelas, la refundición deLa Estrella de Sevillapreparada hacia 1780 por Cándido María Trigueros, estrenada póstumamente el 22 de enero de 1800. Ese éxito, sin embargo, se haría mucho de rogar. Pasada ya más de media centuria del Setecientos, en pleno auge de la Ilustración, Bernardo de Iriarte escribe al mismísimo Conde de Aranda para avisarle de que «he dedicado los ratos desocupados a la lectura y examen de muchas de nuestras comedias [barrocas] con el fin de elegir entre ellas un número competente de las menos defectuosas […] Pasan de 600 las que he reconocido con esta mira, y de ellas he entresacado 60, cuya lista y correcciones incluyo a V. E.»4. En esa nómina solo aparecen tres comedias de Lo