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A principios de otoño,Cristina salió una mañana alrededor de las nueve. El cabrero le había dicho que, un poco más abajo, en la vertiente y siguiendo el curso del arroyo, podían encontrarse muchos gordolobos en un yermo.
Cristina descubrió el lugar: un prado escarpado, llano y quemado por el sol. Era el momento de coger las flores.Alzaban sus altos tallos amarillos, coronados por las flores blancas recién abiertas por entre las piedras y troncos grises. Para queMunan cogiera frambuesas,Cristina lo instaló entre los arbustos en un sitio del que no podía salir sin su ayuda, encargó al perro que lo vigilara, y, cogiendo un cuchillo, empezó a cortar flores sin dejar de mirar continuamente hacia donde estaba el niño.Lavrans, de pie a su lado, también cortaba flores.
Arriba, en las cabañas,Cristina no estaba tranquila respecto a los pequeños. De todos modos, ya no temía tanto a la gente del país; la mayor parte de los que ocupaban cabañas habían regresado al valle, mientras que ella tenía intención de permanecer en la montaña hasta después de la Asunción. Anochecía pronto y el viento era frío. De noche, cuando empezaba a soplar, era desagradable salir.
Pero ¡qué buen tiempo habían tenido allá arriba, mientras abajo, en el valle, todo aparecía seco! Además, el mar estaba enfurecido. Los hombres se iban a ver obligados a vivir en la montaña no sólo durante el otoño, sino en invierno también; yCristina recordaba que su padre le había dicho en una ocasión que jamás había visto sus cabañas habitadas en los meses fríos.
Cristina, con las manos cruzadas sobre el pesado ramo que se apoyaba en su brazo, se detuvo bajo un abeto aislado en mitad de la vertiente. Desde allí se dominaba el amplio valle de losDofrines donde, en algunos sitios, el trigo estaba ya recogido en gavillas.
También los prados estaban amarillentos y secos por el sol. En verdad el valle no era nunca muy verde, pensóCristina; no era como enTrondhjem.
Sus pensamientos volaron hacia el hogar que habían fundado allí; la granja, encaramada como un castillo señorial en el gran flanco de la montaña y, a sus pies, los campos, los prados y el bosque de abedules extendiéndose hasta el lago. En el fondo, una amplia perspectiva de colinas cubiertas de bosques se iba perdiendo, ondulación tras ondulación, hacia el sur y los montesDofrines. En los prados jugosos brillaban flores de púrpura bajo el cielo rosado de las noches de verano; ¡el trigo otoñal era de un verde tan brillante y fresco...!Cristina incluso echaba de menos el fiordo y los bancos de arena de Birgsi, los muelles, las barcas y los veleros, los cobertizos de pescadores, el olor a brea, las redes de pescar, el olor de mar, todo lo que había apreciado tan poco cuando llegó al norte...
¡Qué nostalgia debía sentirErlend de aquel olor y del viento marino!Cristina había creído que no se acostumbraría al intenso ajetreo de la casa, a la multitud de servidores, a los hombres deErlend que, montados en sus caballos, entraban ruidosamente en el patio haciendo chocar sus armas, a todos aquellos forasteros que iban y venían, trayendo noticias de países lejanos y chismes de la ciudad y del campo. Aquel pasado, que había creído no poder soportar, le faltaba, y su vida le parecía silenciosa, ahora que los ecos de los días pasados habían enmudecido. Soñaba con volver a ver la ciudad, la iglesia, el monasterio, asistir a las recepciones en las ricas viviendas de los notables del país... Hubiera querido recorrer de nuevo las calles, escoltada por su lacayo y su sirvienta, visitar las tiendas de los comerciantes, bien para elegir, bien para criticar las mercancías expuestas. O bien, subir a uno de los barcos anclados en el puerto y adquirir en ellos tocas y lino inglés, velos preciosos, caballitos de madera montados por sus jinetes, que movían la lanza cuando se tiraba de un cordel.
Cristina evocaba los prados deNidaros. Con sus hijos había asistido a los juegos de perros y osos amaestrados; compraba nueces y pasteles para los niños.
¡Y cómo echaba de menos sus trajes de otro tiempo! La camisa de seda, la toca fina y ligera, y aquel traje sin mangas, de terci