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Bilbao, octubre de 2018.
El profesor Loizaga se colocó al cuello su bufanda del Athletic mientras su hija terminaba de arreglarse para ir al fútbol. Desde hacía unos meses vivía apesadumbrado. La niña estaba a punto de cumplir los dieciocho años y empezaba a estudiar en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Deusto. Ninguna de estas dos cuestiones le producía desvelo, más bien al contrario, cierto orgullo. Sin embargo, producto de la edad o de la reflexión, había empezado a alejarse del fútbol, y consecuentemente, del equipo de la ciudad. Ella lo negaba, «del Athletic siempre», pero surgieron nuevos intereses en su reciente vida. Al principio el padre imaginó que se trataba, otra vez, de los malditos amores, pero la objeción resultó de más profundo calado. «El fútbol es el opio del pueblo», dijo solemne creyéndose apoyada por elestablishment de la cultura, hablaba por boca de la intelectualidad, un simple juego, un entretenimiento de las masas aborregadas, el gran ocultador, un desinhibidor de las conciencias sociales.
No podía consentirlo, así que ideó un plan.
—¿Qué tal estoy? —preguntó ella, mostrándose con media vuelta incluida.
Convertida en una mujer, como padre ya no tenía nada que decir.
—Creo que necesitas una nueva camiseta del Athletic. Esta te queda un poco prieta.
—¡Aita!1 —exclamó en tono de reproche.
—No es un comentario sexista, sino una evidencia —afirmó categórico—. Ahora mismo nos vamos a la tienda y te regalo una.
Loizaga abrió la puerta de inmediato para que no hubiese oportunidad de queja. «El opio del pueblo, el opio del pueblo», se repetía en silencio mientras bajaban en el ascensor.
Bilbao siempre vivía febril las horas previas al partido del Athletic. La gente se lanzaba a las calles a beber como preámbulo del gran momento, en una liturgia mantenida durante años, generaciones, más de un siglo. Los aficionados procesionaban hacia el estadio dispuestos a disfrutar de una nueva expresión del mágico misterio. Si algún intelectual no entendía esto, era su puto problema. Su hija le sonreía mientras esquivaban cuerpos con camisetas rojiblancas. En los bares cercanos se apuraban los últimos líquidos y compraban bocadillos para comer en el descanso. Y la gente hablaba muy alto, pues la dicha no entiende de sordinas, y reía sin descanso, y se juramentaba para que todo saliese según un plan previsto que implicaba tres consignas: beber, ganar y volver a beber. La vida era muy sencilla.
En la tienda del club había una larga cola de gentes dispuestas a comprar participaciones de la felicidad en forma de objeto rojiblanco. Se vendí