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San Lorenzo de El Escorial, abril de 2017
La teniente Karen Blecker cerró el ordenador y se frotó los ojos. Seguía viendo bien, pero se cansaba si pasaba muchas horas ante la pantalla. Se preguntó por qué se asombraba, pues sabía que la edad afecta a la vista. A lo mejor, se dijo, es por un optimismo intrínseco, o por exceso de confianza en el buen destino de uno mismo, que nos sorprendemos ante los signos de la edad, pero seguimos comprando lotería, aunque las posibilidades de ganar sean ínfimas. Se propuso buscar unas gafas diferentes a esas finitas que se guardan en pequeñas fundas y que venden los supermercados o los chinos, con la esperanza de no convertirse en una de esas mujeres que buscan discretamente unas gafitas que ni siquiera se ponen, sino que usan a modo de lupa para descifrar las líneas y las guardan inmediatamente después con el afán de ganar una batalla perdida desde el principio. El culto a la juventud, en los tiempos del bótox y de las redes sociales, es implacable, por mucho que la población envejezca cada vez más y los años de juventud supongan un porcentaje cada vez más pequeño en relación con la esperanza de vida actual. Sonrió al recordar una frase que había leído, en la que una actriz decía que no se sabía lo que era la discriminación hasta que se cumplían los cincuenta años delante de la pantalla.
Miró por la ventana del despacho, vio que el monte estaba oscuro, y al abrir la ventana le llegó una corriente de aire helado, a pesar de que, en la primavera de San Lorenzo, durante el día, las temperaturas suben hasta permitirte estar en mangas de camisa bajo el sol en la plaza. Recordó las primaveras pasadas en Holanda, cuando trabajaba para la Europol, evocó la exuberancia de la vegetación centroeuropea, y se dijo que la española no tenía nada que envidiarle. Apagó la luz y salió cerrando la puerta.
Del despacho de su segundo, José Luis Cano, salía el murmullo de una conversación. Tocó suavemente, oyó cómo dejaba de hablar y entró. El brigada estaba reclinado en su silla, con las largas piernas estiradas, sin chaqueta delante de la pantalla apagada del ordenador. Se despidió y dejó el móvil sobre la mesa al verla entrar.
—No tenías que haber colgado, perdona —se excusó Karen—. Era sólo para decirte que me iba.
—No te preocupes —contestó él estirándose—, no era nada importante. ¿Has acabado?
Karen asintió y se dejó caer en una silla enfrente del brigada con el abrigo entre los brazos.
—Me iba a subir a casa, si quieres vamos juntos —dijo Cano mientras apilaba unos papeles.
—Estupendo.
Karen hizo un cálculo rápido: ya llevaba casi dos años en aquel lugar al pie de la sierra de Guadarrama. Observó el perfil de Cano mientras recogía y se dijo que nunca habría pensado que llegaría a tener una amistad tan estrecha con un compañero. Su relación con el doctor Maus, su mentor en Colonia, siempre había sido buena, pero diferente, casi paternofilial. Se preguntó por qué pensaba en el doctor Maus como en un padre, pero supuso que se debía a la sensación de haber aprendido a andar bajo su vigilancia, a analizar y a ver las cosas por sí misma, a ser autónoma y a responsabilizarse de sus decisiones. Fue él quien la había dejado acercarse al precipicio para sujetarla después, no sin hacerle antes pasar miedo, que notara el viento del vacío en la cara y lo reconociera más tarde, aunque se disfrazara de brisa. Sin su muerte, no habría pedido el traslado a la Europol en La Haya, no habría conocido a Philippe y no habría acabado, tras pedir plaza en Madrid, en el cuartel de la Guardia Civil de San Lorenzo de El Escorial.
—¿Te pasa algo? —preguntó Cano mientras cogía su chaqueta.
—No, estaba pensando en un amigo.
—A ver si Gonzalo se va a tener que preocupar —dijo divertido.
Karen lo miró e