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Rex
Puse los ojos en blanco al detenerme bruscamente ante su puerta.
—¿Estás segura de que es eso lo que quieres ponerte? —Me pasé la mano por el pelo, notando la humedad de los mechones, y me obligué a mantener el pánico a buen recaudo. Sinceramente, no sabía si quería reírme o dejarme caer al suelo y llorar.
Así era mi vida.
Ya llegábamos diez minutos tarde, y allí estaba ella, en su habitación, con un tutú rosa por encima del bañador.
—¡Claro! Debemos ir guapas para bailar. Annie nos ha dicho que los mejores bailarines usan calcetines, y que su madre se los ha comprado de todos los colores. Como un arcoíris —divagó mientras se ponía las Converse negras que me había convencido que le comprara en el centro comercial el fin de semana pasado encima de unos viejos calcetines muy altos que debía de haber encontrado en uno de mis cajones, unos con dos rayas azules en el puño que tendría que haber quemado hacía años—. Así que te los he cogido… —Se balanceó sobre los talones mientras se inclinaba para admirar su obra.
De repente, me miró con esa sonrisa que formaba un cráter en la piedra que rodeaba mi corazón. Le faltaba un diente de los de abajo, y se había intentado hacer un moño que parecía que había atravesado una tormenta, pero, aun así, era la imagen más bonita que había visto en mi vida.
—Soy la mejor bailarina, ¿verdad, papá?
—Eres la mejor bailarina del mundo, garbancito, y la más guapa.
Aunque apostaba algo a que esa fría zorra que era la señora Jezlyn no iba a estar de acuerdo. Ya había recibido una puta nota sobre cuál era la «vestimenta apropiada para ballet» que incluía estrictamente unos leotardos negros con medias de color salmón —fuera el que fuera— sin carreras. Al parecer, Frankie no cumplía esos estándares.
Pero ese era el resultado de haber recogido tarde a mi hija en casa de mi madre y, al volver a casa, decirle que se preparara ella sola mientras me daba una ducha rápida. Había estado trabajando todo el día, por lo que había llegado empapado en sudor, lleno de grasa y mugre, y quería dar la mejor imagen posible. El problema era que estaba empezando a darme cuenta de que mi mejor imagen podría no ser suficiente.
Apreté las palmas de las manos en una especie de ruego, pero luego las separé con un suspiro, resignado.
—Entonces, de acuerdo. Tenemos que irnos antes de que te metas en más problemas.
Frankie dio un salto con las manos en el aire y aterrizó sobre los pies.
—¡Lista!
Me reí por lo bajo mientras cogía su mochila de ballet del banco rosa que había en su habitación. Me la colgué al hombro y le tendí la mano.
—Vamos, mi pequeña bailarina.
Se acercó a mí riéndose y puso su mano diminuta y vulnerable en la mía, que resultaba enorme por el contraste. Cuando salimos por la puerta, ella iba dando saltitos a mi lado mientras recorríamos el pasillo.
Llena de inocencia.
Su