Distopía
El teléfono comenzó a vibrar encima del mostrador de la librería, la pantalla se iluminó y llamó mi atención. Me froté los ojos cansados antes de coger el teléfono y ver con sorpresa que me estaba llamando un número fijo que no tenía guardado en la memoria. Me parecía raro que rayando la hora de comer una nueva editorial me llamara. «Debe ser algo de publicidad», pensé mientras dejaba el móvil de nuevo en el mostrador y continuaba con mis labores. De forma pausada, enfilé la caja de libros que debía colocar en las estanterías o en el escaparate.
Sin embargo, el móvil volvió a vibrar, respiré con resignación y agarré el teléfono con la mano derecha mientras renegaba con la cabeza. Para mi sorpresa, vi que en la pantalla del móvil salía el nombre de mi mujer: Sara.
—¿Sí? Dime, cariño –dije con voz apagada.
—Ramón, ¿no te han llamado del colegio? –preguntó de forma directa, sin miramientos.
—Me ha llamado un número que no conocía, pero…
—Pues era el colegio, tu hijo la ha vuelto a liar –me interrumpió tajante y visiblemente enfadada–. Siempre estamos igual, Ramón. No puedo estar yendo al instituto de David cada dos por tres. ¿Te puedes encargar tú por una vez?
—Bueno… yo también estoy trabajando, cariño. –La pausa que realizó Sara fue suficiente para que me diera cuenta de que tenía poco que rascar a la situación–. Bueno, vale, ¿a qué hora tengo que ir?
—Pues ahora, en cuanto cierres la librería. Este año he ido yo cinco veces, ya es hora de que conozcas el instituto de tu hijo.
—Yo me encargo, voy a hablar con la tutora. Se llamaba Teresa, ¿no?
—Eso es, no llegues tarde –respondió colgando el teléfono, enfadada.
Tenía cuarenta y dos años, llevaba con mi mujer desde los veintidós, ella tenía cuatro años menos. Tuvimos a nuestra primera hija, Alba, al año de empezar la relación y a mi segundo hijo, David, cuatro años después. Ella iba a la Universidad Complutense, a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología en Somosaguas, y David iba al instituto, a cuarto de laESO. Sara trabajaba como nutricionista y entrenadora personal en una pequeña oficina en la Avenida de la Universidad, junto a la casa de su padre, José María.
Cerré la librería y me encaminé hacia el instituto de mi hijo. Por suerte para mí, estaba emplazada en la calle peatonal de Mejorada del Campo, en Leganés, en el barrio de Batallas, a apenas diez minutos andando. Crucé por el medio de la calle Sabatini con el resultado de que casi me atropelló una furgoneta gris. El conductor me pitó de forma agresiva y haciendo aspavientos por cruzar por donde no debía. Ignoré al conductor y continué hacia el centro de mayores, luego por el Paseo de la Ermita hasta girar a la derecha, enfilando el instituto de mi hijo.
Iba con una chaqueta de cuero marrón, con las manos en los bolsillos, cabizbajo y alicaído. Me daba pereza tener que ir a hablar con la tutora del niño. Sin duda, había pasado por mejores épocas. En cierta manera seguía aún con la crisis de los cuarenta, las canas se estaban multiplicando en mi barba castaña y en mi cabeza, y aunque no había tenido una vida de mucho castigo, el tiempo me estaba golpeando. Había dejado de entrenar por mucho tiempo, aunque había vuelto hace poco a apuntarme al gimnasio Sculpture, a pesar de que seguía sin cuidar mi alimentación. No era un tipo grande en exceso, pero era algo corpulento; la mayoría de la gente me consideraba alto, aunque no pasaba del metro ochenta y poco.
Cuando llegué era la hora de la salida, me crucé con la mayoría de los chavales saliendo del instituto. Estaban haciendo una algarabía fuera de lo normal, todo eran gritos y carreras de un lado para otro. Me llamó la atención que más de la mitad de los chicos eran marroquíes, senegaleses o latinos. «Mi suegro estaría refunfuñando con que cada vez hay menos españoles, aunque en esta ocasión puede que tenga algo de razón». Me encogí de hombros y me interné en el instituto, nunca le había dado mucha importancia a mi suegro, yendo directo al despacho del director. Allí, en una silla, enfurruñado, estaba mi hijo David; enfrente, tras una mesa atiborrada de documentos y libros, estaba el director y la tutora de mi hijo, Teresa.
—Buenas, señor Peláez, haga el favor de sentarse –me saludó el director con un gesto señalando a una silla junto a mi hijo. David carraspeó nervioso.
—Buenas tardes, perdonen que haya llegado con un poco de retraso. ¿Qué ha sido esta ve