: Mercedes Cebrián
: Estimada clientela Una celebración del arte de ir de compras
: Ediciones Siruela
: 9791387688011
: El Ojo del Tiempo
: 1
: CHF 9.80
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: Wirtschaft
: Spanish
: 216
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Estimada clientela celebra la relevancia que la experiencia de ir de compras ha tenido y aún sigue teniendo en nuestras vidas. A caballo entre el ensayo y la crónica y en un tono que mezcla a la perfección el análisis con el humor y la nostalgia, este libro nos pasea por los rituales de compra que forman parte de nuestro día a día y en los que no siempre reparamos: probarse ropa, elegir souvenirs o acudir a la ceremonia de las rebajas. También funciona como un atlas del paisaje comercial que nos lleva a recorrer grandes almacenes como Harrods, malls estadounidenses y tiendas estatales de la extinta Unión Soviética, sin olvidarse de las mercerías de barrio o el Rastro madrileño. Comprar es pertenecer al mundo de los vivos: al final de nuestro paso por el planeta habremos creado lazos afectivos hacia ciertas marcas, tiendas y pertenencias casi tan fuertes como los que sentimos hacia las canciones que nos han acompañado en nuestra vida, y esto nos lo demuestran las referencias literarias y cinematográficas que desfilan por este libro, desde Madame Bovary hasta En busca del tiempo perdido, pasando por comedias como Borat o Crimen ferpecto. Los comercios han generado tantos vínculos sociales en los núcleos urbanos como los cafés o los templos, por eso este libro es también un homenaje a esa gente que decidió abrir una tienda, le inventó un nombre, buscó un local donde albergarla y esperó cada día a que, en un acto de confianza, alguien entrase a comprar algo. «Mercedes Cebrián tiene todas las cualidades que me seducen en la buena escritura: buen oído, buen diente, inteligencia y dominio natural del castellano».Héctor Abad Faciolince «La inteligencia de Mercedes Cebrián es prodigiosa. Sabe ver en una tienda el misterio de lo que somos como civilización y como cultura. Una maravilla de libro, sin hipocresías, sin prejuicios, solo con la mirada penetrante, con mucha nostalgia y con ternura».Manuel Vilas

Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) escribe ensayo, crónica, poesía y narrativa. Sus libros más recientes son la crónica gas­tronómica Letonia hasta en la sopa y la memoir Cocido y violonchelo. Colabora con medios como la revista Letras Libres, los suplementos El Viajero y Babelia de El País y Cultura/s de La Vanguardia. Ha sido escritora residente en la Academia de España en Roma y en el museo MALBA de Buenos Aires. Es licenciada en Ciencias de la Información (UCM) y tiene un máster en Estudios Hispánicos por la Universidad de Pensilvania. Durante 2018 fue la editora invitada del sello editorial Caballo de Troya. Ha colaborado con Radio Clásica en programas como Música de principio a fin y Sinfonía de la mañana.

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Consumir es malo
(pero es imposible no hacerlo)


Que levante la mano quien nunca haya ido de compras.

No veo manos levantadas a mi alrededor, y eso que no me estoy refiriendo al mero acto de adquirir algo (tome el producto, deme el dinero), sino a la experiencia que llamamos «ir de compras», que ocupa una extensión enorme en el planeta del ocio urbano desde el sigloXIX.

No veo manos porque todos, mal que les pese a algunos, han ido de compras alguna vez en su vida. Y lo siguen haciendo, aunque refunfuñen.

Independientemente del rezongue ajeno, yo llevo años queriendo escribir sobre el tema. Y quiero hacerlo porque estoy asustada: creo que estamos ante la recta final del hábito de ir de compras tal como lo hemos conocido hasta ahora. Si ya había empezado a mutar lentamente en la última década gracias a ese particular tipo de adquisición que se realiza sin levantarse de la silla y a golpe de clic, desde el mes de marzo de 2020 el cambio ha sido vertiginoso, y creo que no necesito mencionar el porqué. Empieza por ce y termina por de.

Este texto nace de esa reflexión, así como del temor a que el mundo que conocí —principalmente la vida cotidiana en las ciudades— desaparezca de un día para otro. Es decir, es un libro con cierta dosis de nostalgia, cosa que espero controlar desde la sala de máquinas de la escritura, pero al mismo tiempo surge de una epifanía: la que tuve en una sucursal de Benetton de Roma en agosto de 2020, fecha en la que mi miedo hacia el fin de la actividad de la que hablo en este libro ya se había despertado. ¡Una epifanía en Benetton! En efecto, es una epifanía burguesa, o incluso pija. Quiero contarla aquí, aun a riesgo de perder en este instante a todos mis lectores potenciales.

Llevo un rato en la plaza de la Fontana de Trevi frente a ese mastodonte de belleza barroca. A mis espaldas hay una sucursal de Benetton. Ya he recibido mi buena dosis de voluptuosidad pétrea y, tras recordar lo que todos recordamos al ver la fuente —la imagen de Anita Ekberg bañándose en ella—, ya no sé muy bien qué hacer allí, pues contemplar los monumentos más célebres del mundo es una actividad que se lleva a cabo con sorprendente rapidez; tiene algo de ese «llegar y besar el santo» tan católico. Así que, a pesar de haber cumplido mi misión turística, ¿por qué marcharme ya de la plaza, por qué no visitar un lugar tan intrínsecamente italiano como la sucursal de Benetton que se encuentra aquí mismo?

Llevaba un par de décadas sin entrar en un local de la marca italiana, si bien en mi adolescencia y primera juventud (en las postrimerías de los años ochenta), Benetton era un significante cotidiano en mi vida. Y no tanto porque vistiese de vez en cuando sus jerséis y pantalones de pana de colores vivos que tanto ansiaba en aquel momento, sino más bien por la presencia ubicua de las enormes vallas publicitarias que anunciaban sus prendas de ropa de un modo insólito y transgresor: mostrando en algunas a una monja y un cura dándose un beso con lengua, y en otras, aunque hoy parezca algo natural, a adolescentes de distintas razas juntos, cuando aquella mezcla no era moneda corriente todavía.

Conocer un país es también conocer sus marcas, pienso para justificarme, así que entro en el local nada más que para echar un vistazo, práctica tan ligada a esa actividad llamada «ir de tiendas» que quiero explorar aquí. Allí dentro están —me dan ganas de escribir «allí siguen»— las clásicas prendas que conozco desde antes de tener derecho al voto: jerséis de rombos, cárdigan lisos de colores vivos, o estampados con guiños a personajes de Walt Disney como Bambi. Nada más verlos experimento el mismo ramalazo de felicidad que tuve de adolescente cuando unas Navidades, en 1985, se me concedió por fin el regalo que ansiaba: una bufanda y unos guantes azul eléctrico de mi adorada marca, con su correspondiente logo bordado sobre el tejido. Vienen a mí también las conversaciones mantenidas con mis compañeras de clase, recreo tras recreo, sobre Benetton y otras firmas también codiciadas por las adolescentes de los ochenta en España, como Fiorucci o Don Algodón, esta última una de las pocas no extranjeras que causaban furor. Sus prendas eran nuestros objetos de deseo: obtenerlas —siempre a través de la mediación de un adulto que pusiera el dinero— fue una de nuestras primeras misiones capitalistas. Aún gateábamos en cuanto a transacciones económicas se refería, pero ya sabíamos lo que queríamos conseguir y cuánto costaba.

Ahí, entre jerséis de lana merina de colores chillones, me di cuenta con extrema claridad de que ir de compras ha sido para muchos de nosotros una experiencia, además de cotidiana, esencial para nuestra formación como consumidores, formación que obtuvimos de modo autodidacta y también por transmisión oral y que, como sabemos, siempre ha estado directa e intrínsecamente vinculada con las singularidades socioeconómicas de c