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La primera vez que Milo oyó hablar del dragón del Pico Brumoso, tenía solo diez años y había acudido a la plaza a disfrutar de los festejos de la cosecha. Se había organizado un pequeño mercado, con algunos vendedores llegados de otras partes del valle. También había músicos decididos a hacer bailar a todo el mundo, y un veterano juglar relataba historias de tiempos pasados desde lo alto de un escaño.
En torno a este último se había reunido un grupo de niños entre los que se encontraba Milo. Se había acercado a ellos con curiosidad, pero no tardó en sentirse decepcionado.
–Hubo un tiempo en el que los dragones asolaban el mundo –estaba relatando el juglar–. Sembraban el terror en las aldeas, destruían las cosechas, devoraban el ganado y a menudo raptaban a niños como vosotros para darse un festín en su cubil. Y este pequeño valle no fue una excepción. Seguro que vuestros abuelos ya os han contado la historia del dragón del Pico Brumoso... –Los niños se miraron y negaron con la cabeza–. ¿No? Pues debéis saber que este lugar tuvo su propio dragón, que causó estragos durante mucho tiempo hasta que...
–¿... hasta que un valiente caballero lo venció? –interrumpió una niña que se hallaba junto a Milo.
Él la conocía de vista, aunque nunca habían cruzado palabra. Se llamaba Doria; su familia pertenecía a la nobleza, o, al menos, eso le habían contado, y tenía propiedades en la ciudad. Pero ahora habitaba en un caserón de piedra en la zona alta del pueblo.
–No –respondió el juglar con una enigmática sonrisa–: hasta que entró en letargo. Un buen día, juzgó que ya tenía la panza bastante llena, se internó en lo más profundo de su guarida y se echó a dormir... Y allí sigue todavía, porque no hay aventurero capaz de encontrarlo ni Cazador que pueda vencerlo.
–Eso no es verdad –murmuró Milo.
Habló para sí mismo, pero Doria lo oyó y se volvió hacia él.
–¿Qué dices?
–No hay ningún dragón en el Pico Brumoso. De lo contrario, yo ya lo habría visto.
–¿Y quién eres tú? –preguntó ella con genuina curiosidad–. ¿Acaso vives allí?
–La mitad del tiempo, sí –respondió él con una media sonrisa–. Pero entiendo que tú no podrías... Es un lugar frío y muy húmedo, especialmente en invierno, y tú estás acostumbrada a vivir en una casa cómoda y calentita.
Doria entornó los ojos, pero no dijo nada. Los tenía de un color verde claro, casi felino, y su mirada desafiante asomaba bajo un flequillo negro como la tinta. Era muy diferente al resto de las niñas del pueblo, y a Milo le parecía guapa, a su manera. Pero acababa de descubrir que, por alguna razón, le resultaba muy satisfactorio hacerla rabiar.
Ella, sin embargo, no cayó en la trampa.
–¿Y por qué vives en el Pico Brumoso? ¿Es que no tienes casa?
–Sí que la tengo, pero no la visito mucho. –Le dedicó otra de sus medias sonrisas–. Alguien tiene que cuidar de las cabras, ¿sabes? Si no pastan en los mejores sitios, no dan buena leche, y en ese caso tú no podrías tener los quesos que sirven en tu mesa.
Mucho tiempo después, al rememorar aquella conversación, Milo comprender