En suAntropología en sentido pragmático (1798) Immanuel Kant apuntó: «Es notable que por un enteracional no podemos pensar otra figura adecuada que la de un hombre. Cualquier otra vendría a ser en rigor un símbolo de una cierta propiedad del hombre —por ejemplo, la serpiente como imagen de la astucia malvada—, pero no representaría el ente racional en sí mismo. Así, poblamos todos los demás cuerpos celestes en nuestra imaginación con simples figuras humanas, aunque es lo verosímil que tales pobladores, dada la diversidad del suelo que los sostiene y nutre, y de los elementos de que están compuestos, sean de una figura muy diferente».1 Las numerosas representaciones de la serpiente con cabeza humana que corrompió a Adán y a Eva dan la razón de manera implícita a Kant: una serpiente capaz de hablar y razonar tan seductoramente era tan persona como reptil (véase fig. 1). Aunque Kant estaba firmemente convencido de la existencia y la diversidad física de seres racionales no humanos, daba por sentado que esta diversidad no marcaba diferencia alguna en su condición de seresracionales: tanto si eran marcianos racionales como si eran ángeles racionales, la razón era la razón en todos los lugares del universo.2 Me gustaría presentar una alternativa a este tipo de antropología filosófica kantiana: el tipo de especie que somos —y no solo la sensibilidad y la psicología— influye en la razón. El modelo de antropología filosófica que propongo es una indagación en la razónhumana, en lugar de en la Razón universaltout court.
FIGURA1 Anónimo,Adán y Eva en el paraíso(h. 1370), catedral de Doberan, Bad Doberan, Alemania
El proyecto solo tiene sentido cuando está anclado a un problema genuino, a un problema con la suficiente generalidad histórica y cultural como para ser un candidato plausible para una antropología filosófica (en contraposición a una antropología cultural o a una historia de una época y un lugar concretos). La pregunta que me gustaría abordar se puede plantear en términos muy sencillos: ¿por qué los seres humanos, en muchas culturas y épocas diferentes, consideran de forma generalizada y persistente que la naturaleza es una fuente de normas para la conducta humana? ¿Por qué se debe obligar a la naturaleza a servir de gigantesca caja de resonancia para los órdenes morales que componen los seres humanos? Parece innecesario duplicar un orden con otro y resulta enormemente dudoso que se pueda deducir la legitimidad del orden humano de su supuesto original en la naturaleza. Sin embargo, en las antiguas India y Grecia, en la Francia medieval y en la Norteamérica de la Ilustración, en las polémicas recientes acerca del matrimonio homosexual o de los organismos modificados genéticamente, las personas han vinculado entre sí los órdenes —y los desórdenes— natural y moral. Las majestuosas traslaciones de las estrellas sirvieron de modelo de vida buena para los sabios estoicos; en la Francia revolucionaria y en los recién nacidos Estados Unidos los derechos del hombre venían suscritos por las leyes de la naturaleza; las avalanchas recientes en los Alpes suizos o los huracanes en Estados Unidos provocaron titulares periodísticos que hablaban de «la venganza de la naturaleza». Se ha invocado a la naturaleza para emancipar, como garante de la igualdad humana, y para esclavizar, como fundame