: Matilde de Madgeburgo
: La luz que fluye de la divinidad
: Herder Editorial
: 9788425434143
: 1
: CHF 16.70
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: Religion/Theologie
: Spanish
: 400
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
A través de la palabra autobiográfica de Matilde de Magdeburgo, mística y poeta del siglo XIII, recorremos un viaje al encuentro de Dios, que va de la pasión y el deseo de la juventud al cansancio de la vejez, que nos conduce del éxtasis a la Cruz, de la unión a la ruptura, del gozo erótico al sufrimiento. La voz de Matilde penetra en los misterios de la divinidad y llama a abandonarse al fluir de la vida, a contemplar y envolverse en el fuego que arde y se derrama de la divinidad. La escritura carece de linealidad, evocando el recorrido circular de una danza cósmica, al estilo de otras místicas medievales, como Margarita Porete o Hadewijch. Una palabra nómada que es, al mismo tiempo, palabra divina.

Matilde de Magdeburgo (ca. 1207-1282) procedía de una familia noble de la diócesis de Magdeburgo. Tuvo su primera experiencia mística a la edad de doce años. Hacia los veinte abandonó a su familia para marcharse a la ciudad de Magdeburgo, donde se unió a un grupo de beguinas, comunidades de mujeres laicas que llevaban una vida de oración y de servicio a los pobres y enfermos. A partir de 1250, por encargo de su confesor, Heinrich von Halle, empezó a poner por escrito sus visiones, labor que ocuparía el resto de su vida. Hacia 1280 las persecuciones contra las beguinas obligaron a Matilde a buscar refugio en el convento cisterciense de Helfta, hogar también de otras mujeres escritoras, como Gertrudis la Grande y Matilde de Hackeborn, que la reconocieron como maestra.

 

PRÓLOGO

Matilde o la poética del fluido

No se conoce mucho de la biografía de Matilde de Magdeburgo. Se sabe que nació en Sajonia hacia 1207, probablemente en una familia noble, y hacia 1230 abandonó a su familia para unirse a un grupo de beguinas, mujeres que, sin pertenecer a una orden religiosa, vivían en comunidad dedicadas a la oración y al servicio a los pobres. Con ellas pasó muchos años, hasta que la persecución de las beguinas por parte de las autoridades religiosas, las críticas y amenazas a causa de su obra y algunos problemas de salud obligaron a Matilde a buscar refugio, hacia 1270, en el convento de Helfta, habitado por monjas cistercienses y hogar de otras mujeres escritoras, como Gertrudis la Grande y Matilde de Hackeborn.

Aunque Matilde tuvo, según ella misma señala en su obra, experiencias de carácter espiritual desde que era una niña, no comenzó a escribir su libro hasta pasados los cuarenta años, algo habitual entre las autoras místicas medievales. Como han señalado Victoria Cirlot y Blanca Garí, el inicio de la labor de escritura aparece en estas mujeres asociado a la llegada de la madurez.1 Este trabajo de escritura acompañó a Matilde hasta su muerte, a lo largo de cuarenta años; el texto constituye así una transcripción en palabras de ese fluir de su existencia.

La luz que fluye de la divinidad surge así como una especie de reflejo de la vida de Matilde, una vida concebida como algo más que una suma de datos biográficos, que de hecho apenas aparecen en la obra.2 Y esta es quizás la causa de que, aunque la biografía de Matilde ha sido borrada por el paso del tiempo, su palabra continúa resonando. Porque, aunque la autora de Magdeburgo es hija de sus circunstancias y su obra es fruto de un tiempo y de un lugar determinados, de una religión concreta y de un cierto entorno social, su voz nació con el deseo de trascender esa frontera, de ir más allá de sí misma, de superar los límites del yo; de reflejar, precisamente, la vida.

La palabra que fluye

El texto de Matilde no es un monólogo que aspira a una verdad monolítica y cerrada, sino un diálogo en el que la palabra se va construyendo. En ese diálogo, en ese intercambio de palabras, fluye el lenguaje: la palabra de Dios nace así en el silencio, en la capacidad de escuchar al Otro. En el diálogo la verdad se va haciendo; no es un ente que existía previamente y que solo hay que consignar sobre el papel, sino que existe en el proceso, en el movimiento, en el derramarse de las palabras.

Matilde saca la palabra de Dios a la calle, fuera de las escuelas teológicas, y habla de Dios con el lenguaje de su tiempo, con las palabras del mundo. De Dios se habla en latín, el idioma de las verdades dogmáticas y de la teología, una jerga de especialistas que solo entienden unos pocos, un lenguaje que pretende ser preciso y sistemático. En cambio, la palabra de Dios brota en lengua vernácula: el idioma vivo, que se mueve, que se habla en la corte y en los mercados. Matilde lleva la palabra de Dios a la plaza pública, a esos lugares en los que los seres humanos se encuentran y dialogan entre sí. Su lenguaje es, como su misma vida, nómada: de la corte a la ciudad, de la ciudad al claustro. Se trata de una palabra en construcción permanente, que nunca parece encontrar su forma definitiva; un texto que Matilde fue escribiendo a lo largo de muchos años, como el reflejo del fluir de la vida.

El lenguaje de Matilde es heredero de la literatura cortesana, hijo de su época y del entorno social en el que ella nació y se crió. Pero en él no resuenan solo las voces de