PRÓLOGO
Matilde o la poética del fluido
No se conoce mucho de la biografía de Matilde de Magdeburgo. Se sabe que nació en Sajonia hacia 1207, probablemente en una familia noble, y hacia 1230 abandonó a su familia para unirse a un grupo de beguinas, mujeres que, sin pertenecer a una orden religiosa, vivían en comunidad dedicadas a la oración y al servicio a los pobres. Con ellas pasó muchos años, hasta que la persecución de las beguinas por parte de las autoridades religiosas, las críticas y amenazas a causa de su obra y algunos problemas de salud obligaron a Matilde a buscar refugio, hacia 1270, en el convento de Helfta, habitado por monjas cistercienses y hogar de otras mujeres escritoras, como Gertrudis la Grande y Matilde de Hackeborn.
Aunque Matilde tuvo, según ella misma señala en su obra, experiencias de carácter espiritual desde que era una niña, no comenzó a escribir su libro hasta pasados los cuarenta años, algo habitual entre las autoras místicas medievales. Como han señalado Victoria Cirlot y Blanca Garí, el inicio de la labor de escritura aparece en estas mujeres asociado a la llegada de la madurez.1 Este trabajo de escritura acompañó a Matilde hasta su muerte, a lo largo de cuarenta años; el texto constituye así una transcripción en palabras de ese fluir de su existencia.
La luz que fluye de la divinidad surge así como una especie de reflejo de la vida de Matilde, una vida concebida como algo más que una suma de datos biográficos, que de hecho apenas aparecen en la obra.2 Y esta es quizás la causa de que, aunque la biografía de Matilde ha sido borrada por el paso del tiempo, su palabra continúa resonando. Porque, aunque la autora de Magdeburgo es hija de sus circunstancias y su obra es fruto de un tiempo y de un lugar determinados, de una religión concreta y de un cierto entorno social, su voz nació con el deseo de trascender esa frontera, de ir más allá de sí misma, de superar los límites del yo; de reflejar, precisamente, la vida.
La palabra que fluye
El texto de Matilde no es un monólogo que aspira a una verdad monolítica y cerrada, sino un diálogo en el que la palabra se va construyendo. En ese diálogo, en ese intercambio de palabras, fluye el lenguaje: la palabra de Dios nace así en el silencio, en la capacidad de escuchar al Otro. En el diálogo la verdad se va haciendo; no es un ente que existía previamente y que solo hay que consignar sobre el papel, sino que existe en el proceso, en el movimiento, en el derramarse de las palabras.
Matilde saca la palabra de Dios a la calle, fuera de las escuelas teológicas, y habla de Dios con el lenguaje de su tiempo, con las palabras del mundo. De Dios se habla en latín, el idioma de las verdades dogmáticas y de la teología, una jerga de especialistas que solo entienden unos pocos, un lenguaje que pretende ser preciso y sistemático. En cambio, la palabra de Dios brota en lengua vernácula: el idioma vivo, que se mueve, que se habla en la corte y en los mercados. Matilde lleva la palabra de Dios a la plaza pública, a esos lugares en los que los seres humanos se encuentran y dialogan entre sí. Su lenguaje es, como su misma vida, nómada: de la corte a la ciudad, de la ciudad al claustro. Se trata de una palabra en construcción permanente, que nunca parece encontrar su forma definitiva; un texto que Matilde fue escribiendo a lo largo de muchos años, como el reflejo del fluir de la vida.
El lenguaje de Matilde es heredero de la literatura cortesana, hijo de su época y del entorno social en el que ella nació y se crió. Pero en él no resuenan solo las voces de