: Jesper Juul
: Agresión ¿Un nuevo y peligroso tabú?
: Herder Editorial
: 9788425433320
: 1
: CHF 8.30
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: Allgemeines, Lexika
: Spanish
: 152
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
¿Cómo comprender y afrontar la agresividad en el entorno familiar y educativo? La agresividad se ha convertido en un nuevo tabú, como sucedía antes con la sexualidad: o no se afronta, o se afronta con prejuicios morales. Es además un tabú peligroso, porque pone en juego la salud emocional de los niños, su autoestima y su confianza. En nuestra sociedad existe la tendencia a rechazar la expresión de cualquier emoción intensa que no sea 'la felicidad'. La misma idea motiva a los padres a alejarse de su condición humana y convertirse en meros actores para mantener su imagen de personas buenas y triunfadoras, ocultando incluso su propia agresividad. A menudo, niños y jóvenes con conductas agresivas son etiquetados como 'niños problemáticos', cuando en realidad solo necesitan expresar lo que sienten. Según Jesper Juul, debemos comprender esas conductas como exteriorizaciones de una rabia y frustración internas, y ayudar a estos niños a identificar su frustración y expresarla de un modo menos destructivo, e incluso constructivo. Por otro lado, el adulto necesita ayuda para definir sus límites personales y defenderlos con autoridad y respeto. 'La agresividad constructiva es como la sexualidad o el amor, tres pulsiones que posibilitan la vida, enriquecen nuestras relaciones, ofrecen enfoques más profundos y mejoran la calidad de nuestras vidas. Abraza internamente estos tres aspectos y estarás en condiciones de formar a esos niños y jóvenes anhelantes, que confían en recibir tu empatía y tu consejo'.

 

Prólogo

¿Se ha hecho un tabú de la pulsión emocional que la psicología define como agresividad?, ¿y es esto peligroso? Mi respuesta a las dos preguntas es un rotundo «sí», y es el motivo por el que he decidido centrarme en ello en este libro.

Recuerdo exactamente el momento en que esta evolución de los pedagogos, educadores, psicólogos, terapeutas y padres me llamó la atención por primera vez. Fue hace alrededor de quince años, cuando asesoraba al personal educativo de una institución para los así llamados niños difíciles. En el proceso de analizar una a una las dificultades que encontraban los educadores en el trato con estos niños, me presentaron personalmente a algunos de ellos. Y lo hacían con las siguientes palabras: «Este es Johann y tiene un problema de agresividad».

Después de escuchar varias veces esta presentación, y como no conocía ese vago diagnóstico, decidí preguntar: «¿Pero qué tiene?». Su primera reacción fue repetir el «diagnóstico» de forma casi literal, y al tratar de averiguar algo más, solo obtuve la respuesta impaciente de los pedagogos: «Es agresivo». Al preguntarles para quién suponía esto un problema, casi se dan por vencidos conmigo. Lo que para ellos era evidente para mí era algo extraño.

La siguiente vez que me topé con este «diagnóstico», aproveché la oportunidad para preguntar directamente: «¿Alguno de ustedes le ha preguntado al chico (en el 95 % de los casos eran varones) por qué o con quién está enfadado?». Todos me miraron asombrados, sin creer lo que oían y volvieron a sumergirse en sus informes negando con la cabeza. Nunca nadie les había planteado la pregunta más evidente.

Más adelante, cuando fui conociendo mejor el trasfondo de estos chicos y chicas, pude demostrar que casi era un milagro que hasta ese momento no hubieran asesinado a nadie. La cantidad de padres, padrastros, abuelos y profesores violentos y maltratadores con los que habían tenido que lidiar en su corta vida era sorprenderte; sí, espeluznante. Y a pesar de ello, se los juzgaba, con todas sus consecuencias, por su conducta agresiva.

Estos niños y jóvenes no eran violentos en un sentido tradicional del término: no habían atacado a ningún educador o profesor con bates, con cuchillos o con sus puños. Simplemente habían dado un golpe o un empujón a algún compañero, cuando la gota había colmado el vaso. Al fin y al cabo, tenían un nivel de autocontrol mucho mayor que el de los adultos cuando se salen de sus casillas. Y aún así, estaban en tratamiento a causa de su agresividad. Podría compararse con una persona que tiene una pulmonía grave a la que le recetan un jarabe para la tos en vez de un antibiótico. O, digámoslo así, es como si aconsejáramos a una persona un tratamiento por tener sentimientos legítimos como estar enamorado, feliz, triste o en duelo por la pérdida de un ser querido. La conducta agresiva revela una carencia y una falta de cariño, y los niños y jóvenes que exteriorizan su ira y frustración son quienes ya han experimentado este tipo de abandono en sus primeros años de vida.

En muchos países hemos llegado a un punto en el que la incompetencia de los pedagogos es más decisiva que la que puedan padecer los niños y jóvenes en sus familias. Sin embargo, la opinión pública lo ve de otra manera: se habla de que cada vez hay más niños y jóvenes con «necesidades especiales», «trastornos de conducta» o «falta de competencias sociales». Lo que está claro es que precisamente los profesionales que trabajan con niños y jóvenes son los responsables de estas negligencias, y son ellos los que al mismo tiempo publican todo tipo de