TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD
En nuestra sumaria consideración de la biografía de Alfonso María de Ligorio ha quedado claro que vivió bajo condiciones sociales, culturales y religiosas muy determinadas, pero que, al mismo tiempo, varias veces en su vida trascendió también dichas condiciones. Se plantea, pues, la pregunta por las razones que lo movieron y urgieron a no aceptar sin más las circunstancias tal como eran. Como sacerdote y, más tarde, como obispo, Alfonso vivió su relación con Dios de manera explícita. Pero ¿qué convicciones, contenidos e ideas, qué actitudes y formas de vida marcaron esa relación con Dios y cómo comprendió él su propia condición humana y la de los demás a la luz de esa relación con Dios? Tratar estos temas puede llevarnos a encontrar una respuesta a la pregunta sobre de dónde provenía la dinámica vital de Alfonso. En última instancia, los datos biográficos no ofrecen sino un contorno general acerca de qué y quién era él. Ahondar en aquello que lo constituía desde dentro como personalidad otorga color a su figura. ¿Qué factores teológicos y espirituales lo convirtieron en «maestro de la oración y de la misericordia»?
¿Qué es el hombre?
Hablaremos todavía con detalle sobre el hecho de que la teología y la espiritualidad de Alfonso se fundan esencialmente en la actitud de asombro. Alfonso sentía asombro por el amor y la misericordia de Dios, por los grandes misterios de la historia de la salvación, sobre todo por la Encarnación y la Pasión de Jesucristo, por la presencia permanente de Jesucristo en el sacramento de la eucaristía, etc. Pero su asombro por todas estas realidades estaba envuelto por un asombro aún mayor, de índole profundamente existencial: el asombro por el hecho de que Dios se volviese hacia el ser humano y tuviera para con él extraordinarias expresiones de amor. Alfonso veía a Dios como el señor del cielo y de la tierra, de admirable grandeza, por lo cual se extrañaba no poco de que el hombre pudiese entrar, absolutamente hablando, en el campo visual de Dios.
El asombro de Alfonso correspondía más o menos a aquella conciencia que se expresa en uno de los salmos más hermosos del Antiguo Testamento:
¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los cielos. De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza contra tus enemigos para reprimir al adversario y al rebelde. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él? (Sal 8,2-5)
El salmo no termina todavía con el pasaje que se acaba de citar. A continuación, canta la grandeza del hombre: «Lo hiciste poco inferior a Dios, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8,6-7). Así pues, al asombro por la grandeza y excelsitud de Dios sigue el asombro por el ser humano, que es solo «poco inferior» a Dios. Si el salmo plantea primeramente la pregunta «¿Qué es el hombre?», sigue de inmediato una respuesta, y esa respuesta resulta sumamente positiva.
Si consideramos ahora el pensamiento teológico de Alfonso e investigamos la imagen del hombre que él transmite, la respuesta no resulta menos positiva. Ahora bien, si la primera parte del salmo caracteriza muy bien la actitud religiosa de Alfonso, lo que el salmo afirma en su segunda parte acerca del hombre está, a primera vista, bastante en contradicción con las ideas que él tenía al respecto. No obstante, lo que une estas ideas con el salmo es la decisiva pregunta: «¿Qué es el hombre?». Se trata de una pregunta antiquísima, que se plantea siempre de nuevo. Esta pregunta inquietó en todos los tiempos a los poetas y pensadores. Inquietó a religiones y cosmovisiones. Inquietó y sigue inquietando