PROEMIO
El futuro de los dioses pende del nuestro, meros mortales que somos. La religión es la fe en lo sobrenatural y en su presencia en el mundo natural, al que como seres humanos plenamente pertenecemos. Este ensayo considera su alcance y permanencia entre nosotros, así como su previsible porvenir. Futuro y porvenir no son lo mismo. Aunque están emparentados. El porvenir es lo venidero, y no entraña la abolición entera de lo existente. Por ello, nos referimos al porvenir de nuestro país, o de nuestros hijos. El futuro, en cambio, es más enigmático: ¿qué nos deparará?, ¿qué suerte nos espera en él?, ¿tiene esto o aquello futuro?
El porvenir de la religión aspira a explorar ambas dimensiones del tiempo, la vida y la fe con serena racionalidad analítica. No las confunde, aunque a veces aparezcan entrelazadas.
Su perspectiva es laica y libre de toda actitud antirreligiosa. Además, este ensayo reconoce inconsistencias y contradicciones en las creencias, pero no se ciñe a ellas, ni a las disonancias cognitivas que con frecuencia las acompañan. Contempla creencias, certidumbres, esperanzas, temores y piedades religiosas con absoluto respeto para quienes las poseen, e incluso con fraternidad. Cuando la hay, rinde honor también a su verdad.
Mientras haya humanidad, habrá religión. La fe dará certidumbre y consuelo a los creyentes. Moverá al hombre a la fraternidad y al altruismo, pero también justificará el mal, el daño intencional, la saña.
El mundo que nos espera, presa de la mudanza, albergará en su seno mayor secularidad. Sin embargo, lo sobrenatural y misterioso seguirá fascinando a muchos. Por su parte, la razón permitirá que nos emancipemos del misterio y el dogma, librándonos así del enigma de vivir para entregarnos a conocer, a ciencia cierta, naturaleza y mundo, e incluso algo de nuestra vida y conciencia.
Sin lo sagrado solo hay vacío, soledad y ausencia. Lo saben los creyentes en lo sobrenatural, y también quienes creen solo en lo natural. Estos poseen también valores, lealtades y convicciones que son, para ellos, sagrados. El amor a los seres queridos, así como el que sienten por su patria, o por los ideales o símbolos venerados, es señal de sacralidad. La propia dignidad de cada cual es, y debe ser, sentida como sagrada. Ello nos ayudará a respetar la de los demás, guardianes de la suya.
También a amarlos, sean quienes sean. La religión conmina a hacerlo, y no solo a nuestros correligionarios. Nos exige la sobrehumana obligación de quererlos como nos queremos a nosotros mismos. Acaece así que tal mandato se banaliza. Labanalización del bien, empero, es tan grave como la rutinización y banalización del mal, si no más grave aún. Si el mal nunca es banal, tampoco lo es el bien.
La religión vincula al hombre con lo sagrado sobrenatural, colma vacíos, quiebra soledades y trae presencias trascendentales donde no las había. Pero, a su vez, legitima también la violencia, la inhumanidad, el inne