El prólogo de un libro es un ritual en el que alguien que conoce la obra y a los autores los presenta al lector que no los conoce para contextualizar su lectura. Es difícil pensar que alguien que se interese por los problemas de la infancia no conozca a Jorge Barudy, psiquiatra chileno, formado en Bélgica –su país de acogida luego del exilio–, asentado en España los últimos años y cuyo impacto en la formación de los profesionales de la salud y de las ciencias sociales ha sido enorme en Europa y en Latinoamérica. Con su generosidad característica no sólo ha instalado los temas del maltrato infantil desde una perspectiva ecológica en el discurso de las ciencias médicas y psicológicas, sino que ha hecho aportes sustantivos en el desarrollo de modelos de comprensión y de intervención psicosocial en esos ámbitos. A la vez ha sido «tutor de resiliencia» de innumerables víctimas de maltrato, de ese que se da en el interior de las familias y de aquel que es el resultado de la violencia organizada, como la tortura y el exilio. También nos ha hablado de cómo restañar las heridas de las víctimas y de la importancia del apego temprano y de los apegos adultos en los procesos de sanación. Maryorie Dantagnan, su esposa, llega a su vida como un ejemplo vivo de lo que son los apegos sanos y su contribución completa, en perfecta sincronía, los aportes de Jorge Barudy en esta obra a cuatro manos y a un solo corazón.
El libro aborda uno de los problemas más actuales y relevantes para el bienestar de la infancia y de la sociedad en general, como es el problema de los malos tratos: cómo prevenirlos y cómo curarlos ¿Cuál es el poder que contrarresta la violencia y el abuso tan frecuentes, en una sociedad marcada por la cultura patriarcal, el adultismo, el sexismo y la discriminación? Los buenos tratos parecen ser el único antídoto: tratar a los otros como semejantes, como seres de la misma especie y no como «otros cosificables» y por lo tanto apropiables, usables, desechables. El tema nos plantea dos desafíos: dónde y cómo se aprenden los «buenos tratos» y cómo lo hacemos con quienes no lo aprendieron. ¿Cómo es posible desaprender una cultura del maltrato y reaprender una cultura del buen trato? Los autores nos entregan varias claves para abordar el bienestar infantil, que más adelante se transformará en bienestar de los adultos y bienestar psicosocial de toda la comunidad. El punto de partida parece ser el apego. Las experiencias de apego sano crean personas capaces de tratar bien a otros, de conectarse con sus necesidades, de contener y reparar sus sufrimientos. Pero si las experiencias tempranas no han sido de apego sano, es posible repararlas a través de nuevas experiencias de apego, como adultos. Esto es alentador: nos habla de la resiliencia de los seres humanos, de que –gracias a que existen otros seres humanos capaces de contenernos, protegernos y cuidarnos– es posible sobreponerse a experiencias tempranas de carencias y de dolor.
Las investigaciones antropológicas han relacionado los estilos de crianza de las comunidades con sus sistemas de organización social. En la época de los recolectores y cazadores, los sistemas de crianza no se limitaban sólo a la madre sino que incluían a todos los miembros de la tribu. Como dice la tradición keniana «hace falta toda una aldea para criar a un niño». Ese estilo de crianza responsabiliza a toda la comunidad del bienestar de cada niño y a la vez cría niños y niñas con una gran seguridad básica que desarrollan sentimientos de confianza en los demás y forman grupos humanos en que las emociones que circulan son las de confianza, solidaridad y respeto. Cuando el padre o la madre biológica presentan alguna incapacidad, esto no se transforma automáticamente en un problema para el niño, ya que siempre están presentes las otras figuras parentales, figuras de apego que reemplazan sin transición a la parentalidad biológica. Estas sociedades se organizan en torno a relaciones horizontales, y cuando existe un «jefe» éste se define no por sus relaciones de poder sobre los otros sino por la responsabilidad que tiene en la protección y cuidado de quienes están bajo su tutela. Se parece mucho a lo que se ha descrito como «jerarquías de actualización», en las cuales quien está en una posición jerárquica tiene la responsabilidad de crear los contextos que permitan la actualización de las potencialidades de quienes están en niveles jerárquicos más bajos. Los grupos sociales de los recolectores y cazadores se caracterizan por tener economías que no generan excedentes: se recolecta y se caza lo necesario para la subsistencia del clan o de la tribu. No están familiarizados con los conceptos de apropiación o de acumulación de riqueza, por lo tanto no necesitan jerarquías que administren los excedentes.
En contraposición, los grupos de pastores y agricultores, sí generan excedentes y aparece una organización social jerarquizada, en que existen personas o grupos que se encargan de la administración de estos excedentes. Estos grupos humanos dejan de ser nómades, se asientan en un lugar estable. La tribu ya no deambula de un lugar a otro en busca de alimento. Curiosamente cambian también los estilos de crianza: aparecen las «madres exclusivas» o «madres profesionales» dedicadas únicamente a la crianza, en que de alguna manera se aísla a la díada madre-hijo del resto de la comunidad. Algunas hipótesis plantean que de ese estilo de crianza surge el aprendizaje de lo que son las relaciones jerárquicas, en que el niño desde pequeño depende exclusivamente de una sola persona adulta. A la vez, ese