1. El sentido de lo justo
El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer.
Ernesto Sábato,La resistencia, 2000, p. 75
Sócrates: [...]) La virtud propia de la especie humana es la justicia.
Alain Badiou,La República de Platón, 2012, p. 121
Una enfermera acompaña a Esteban, que tiene nueve años, a la pequeña habitación en la cual lo espero, apoya una mano con afecto sobre su cabeza y se retira dejándolo conmigo. Su pediatra, Alberto, cuando me pidió que fuera a verlo porque estaba «angustiado», me dijo que estaba muy enfermo y que su enfermedad era incurable. No le pedí detalles. Lo veo caminar lentamente hacia mí y, mientras voy a su encuentro, observo que tiene un cuerpo muy redondo y pequeño para su edad, y una cara igualmente redonda, los efectos, pienso, de estar medicado con corticosteroides. Su cara está tan enormemente triste que me acongoja. Me presento dándole muy formalmente un fuerte apretón de manos mientras le digo mi nombre y agrego: «Mucho gusto».2 Esteban me mira serio. Su cara está tensa, con una piel adelgazada por una gordura artificial. Intenta tomar mi mano en la suya, pequeña y rechoncha, y la aprieta levemente. Tiene los dedos rojos y algo lastimados, y derrames en los brazos alrededor de las venas. Nos sentamos a una mesa sobre la que apoyo un par de papeles en blanco y un lápiz negro. Esteban me dice que Alberto, su doctor, le había contado que yo iba a venir a verlo para hablar de cómo le están yendo las cosas. Me pregunta: «¿Eres doctor?». Le digo: «Sí, hago lo que dijiste, hablo con los chicos y sus familias y trato de ayudarlos cuando las cosas están difíciles y no se sienten bien». Me dice, con el acento del campo de su provincia y algún entusiasmo: «Yo quiero estudiar de caballos». «Y ya habrás aprendido algo o bastante, ¿no?», le digo, mientras siento que huyo del futuro que se ha contraído para él y, como una sombra, también para mí. «Sí, bastante...», me contesta. Le pregunto si sabe montarlos y me dice mirándome con ojos redondos y extrañamente velados: «Sí, me enseñó el Tape, mi hermano, el que está acá conmigo. Mis papis vienen... cuando pueden, tienen que trabajar». Y agrega: «Pero no quieren que ande a caballo ahora porque, si me lastimo con las riendas o algo así, me hace mal..., o si me caigo también..., pero el Tape me deja», me dice sonriendo un poquito. «Él tiene un caballo... marrón». Se estira para alcanzar los papeles y el lápiz que traje mientras me dice: «Te lo puedo dibujar». «Sí, claro. ¿Cómo se llama?». Esteban me mira y me dice con cara de sospecha y abriendo las manos: «Marrón». Le digo: «Ah, discúlpame, creí que marrón era el color». «Sí, eso también», me dice y veo otra vez su mano rechoncha, que ya sentí en la mía, tomar el lápiz con dificultad y dibujar lentamente durante varios minutos. Se dibuja pequeño montando un enorme caballo y tiene puesto un sombrero tipo chambergo negro y unas espuelas enormes que me recuerdan a las que luce el Principito del libro de Saint-Exupéry (1971) en ese dibujo en el cual tiene puesta una capa. Le digo: «¡Flor de espuelas y de chambergo! Parece día de fiesta». «Son del Tape, me las prestó una vez, se las regalaron a los quince... y el sombrero también», me cuenta Esteban. El número me suena a mucha edad, a edad tal vez inalcanzable, y el aire se pone agobiante justo cuando noto que Esteban ya no sonríe y que sus ojos están ahora más velados y brillantes. «Está difícil la cosa, ¿no Esteban?». Él asiente y yo agrego: «¿Está para salir corriendo con el Marrón a toda espuela?». Como si su redondez ocupara en este momento el interior de su garganta, habla ahora muy lentamente: «Está difícil correr tanto, ya te conté que no puedo». «Verdad», atino a decir y pienso adónde podría escapar, adónde podríamos. Pero también que Esteban no me va a dejar decir tonterías y que lo dicho cuenta y la verdad también y que espera que lo escuche con atención. Tal vez porque no tenemos todo el tiempo del mundo. Permanecemos en silencio y él toma el lápiz otra vez y ahora dibuja un niño que parece hecho con globos, redondeles: uno es la cabeza, otro es el cuerpo, y otros hacen de manos, de pies, de dedos. A su lado está el caballo del mismo tamaño que él, pero Marrón es ahora quien tiene puesto el chambergo negro. Esteban lo sostiene de las riendas y tiene puestas las espuelas, que son tan grandes como sus pies. Me sorprende tanto que estoy tentado a reírme. Le digo: «¿Te desmontaste?». Oigo a Esteban que dice: «Es que si sigo así de gordo lo voy a aplastar..., así es lo que pasa..., como que va a reventar». Mientras tanto sonríe más abiertamente, pero su cara está tan estirada que también le cuesta hacerlo, le sale una mueca y mira para abajo como escondiéndose. Siento que su vergüenza es un líquido que inunda la habitación, pero que hay también una presencia de algo difícil de domar más allá de lo difícil que sea aguantar lo que está viviendo. Hay una