: Charles Taylor
: La era secular Tomo I
: Gedisa Editorial
: 9788497848749
: Cladema / Filosofía
: 1
: CHF 16.80
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: Philosophie
: Spanish
: 480
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
¿Qué significa afirmar que vivimos en una era secular? Casi todos coincidiríamos en que en cierto sentido es así, al menos en Occidente. Y es claro que el lugar de la religión en nuestras sociedades ha cambiado profundamente en los últimos siglos. En lo que será un libro definitorio para nuestra época, Charles Taylor aborda la cuestión de lo que significan estos cambios, más concretamente, de lo que ocurre cuando una sociedad en la que es virtualmente imposible no creer en Dios se convierte en una sociedad en la que la fe, aun para el creyente más acérrimo, es apenas una posibilidad humana entre otras. Taylor, desde hace mucho tiempo uno de nuestros pensadores más agudos, ofrece una perspectiva histórica. Examina el desarrollo, en la 'cristiandad occidental', de aquellos aspectos de la modernidad que llamamos seculares. En realidad, no describe una transformación única y continua, sino una serie de nuevos comienzos, que implican la disolución o desestabilización de las formas anteriores de vida religiosa y la creación de otras nuevas. Como veremos aquí, lo que caracteriza al mundo secular de hoy no es la ausencia de religión -aunque en algunas sociedades la creencia y la práctica religiosas han disminuido notablemente-, sino más bien la continua multiplicación de nuevas opciones, religiosas, espirituales y antirreligiosas, a las que los individuos y los grupos se aferran para dar sentido a sus vidas y para dar forma a sus aspiraciones espirituales. Lo que esto significa para el mundo -incluyendo las nuevas formas de vida religiosa colectiva que favorece, con su tendencia a una movilización masiva generadora de violencia- es lo que Charles Taylor desentraña en este libro tan oportuno para nuestro tiempo como intemporal.

Introducción

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¿Qué significa afirmar que vivimos en una era secular? Casi todos coincidiríamos en que en cierto sentido es así; quiero decir, el «todos» que vivimos en Occidente, o quizá en el norte de Occidente o, dicho de otromodo, en el mundo del Atlántico Norte —aunque la secularidadse extiende también parcialmente, y de diferentes formas, más allá de este mundo—. Y la calificación de secularidad parece difícil de refutar cuando comparamos estas sociedades con cualquier otra en la historia humana: es decir, con casi todas las otras sociedades contemporáneas (por ejemplo, los países islámicos, la India, África), por un lado, y con el resto de la historia humana, la del Atlántico o de otros lugares, por el otro.

Pero no resulta del todo claro en qué consiste esa secularidad. Hay dos grandes candidatos —o tal vez sería mejor decir dos familias de candidatos— para caracterizarla. La primera se concentra en las instituciones y prácticas comunes —el caso más obvio, pero no el único, es el Estado—. La diferencia entonces consistiría en que, mientras que la organización política de las sociedades premodernas de alguna forma estaba conectada a cierta fe en Dios o a una adhesión a Dios o a alguna noción de realidad última, en la que se basaban y de las que obtenían su garantía, el Estado occidental moderno está desprovisto de esta conexión. Las Iglesias actualmente están separadas de las estructuras políticas (con un par de excepciones en Gran Bretaña y los países escandinavos, donde son tan moderadas y poco demandantes que en realidad no constituyen excepciones). La religión o su ausencia es, en gran medida, un asunto privado. Se considera que la sociedad política está conformada por creyentes (de todos los colores) y no creyentes por igual.1

Dicho de otra manera, en nuestras sociedades «seculares», es posible participar plenamente en política sin encontrarse nunca con Dios, es decir, sin llegar al punto en el cual, en toda esta empresa, se haga patente de manera forzosa e inequívoca la importancia crucial del Dios de Abraham. Los pocos momentos que quedan de rituales o plegarias constituyen un encuentro de ese tipo, pero ellos habrían sido ineludibles en los siglos pasados de cristianismo.

Presentar la cuestión de esta forma nos permite apreciar que en este cambio participa algo más que el Estado. Si retrocedemos algunos siglos en nuestra civilización, vemos que Dios en el sentido antes referido estaba presente en una gran cantidad de prácticas sociales —no sólo en la política— y en todos los niveles de la sociedad; por ejemplo, cuando el modo de funcionamiento del gobierno local era la parroquia, y la parroquia todavía era fundamentalmente una comunidad de oración, o cuando las cofradías llevaban una vida ritual que no era meramente formal, o cuando los únicos modos en los que la sociedad en todos sus componentes podía exhibirse ante sí misma eran las fiestas religiosas, como, por ejemplo, la procesión de Corpus Christi. En esas sociedades era imposible participar en alguna actividad pública sin «encontrarse con Dios» en el sentido antes indicado. Pero hoy la situación es completamente diferente.

Y si retrocedemos aún más en la historia humana, llegamos a las sociedades arcaicas en las que todo el conjunto de distinciones que hacemos entre los aspectos religiosos, políticos, económicos, sociales, etcétera, de nuestra sociedad deja de tener sentido. En estas primeras sociedades, la religión estaba «en todas partes»,2 entrelazada con t