La sexualidad es la mayor alegría de vivir y una enorme fuerza creativa. Pero también puede degenerar en el mayor potencial destructor de un ser humano. La sexualidad nos puede conducir al clímax emocional de nuestras vidas y, asimismo, arrastrarnos al abismo de nuestra existencia. Puede ser lo más deseable y lo más temible en la vida de un hombre o de una mujer. Puede dar alas a la fantasía hasta lo inconmensurable y puede dejarnos totalmente anonadados. La sexualidad humana puede convertirse en el epítome del bien o del mal.
¿De dónde surge este abanico extremo de sensaciones, emociones, ideas, pensamientos y actos cuando se trata de nuestra sexualidad? ¿Hay aquí en acción una fuerza de la naturaleza a la que los seres humanos también estamos totalmente sometidos? ¿Una fuerza primigenia a la que no podemos domeñar, ni con la religión, la moral, constituciones ni leyes, ni con nuestra razón? ¿Estamos sometidos para siempre y sin voluntad a la embriaguez de los sentidos, a las descargas orgiásticas de nuestro cuerpo, a sus procesos hormonales, microbiológicos, macromoleculares inconscientes? ¿Tenemos que resignarnos a las violaciones, las traumatizaciones sexuales de niños, la prostitución y la pornografía y declararlo «normal» para que no nos haga enloquecer?
¿Quién se conoce, si no comprende su sexualidad? ¡Si es manejado por los impulsos y hace cosas que le causan daño a él y a otros! En los veinte años de mi actividad psicoterapéutica he comprendido que la sexualidad impregna el organismo humano desde el principio de su existencia e influye en muchas de sus maneras de comportarse. Ahora sé que hace falta una serie de condiciones previas de desarrollo favorables para que la sexualidad se integre en el desarrollo de la identidad de una persona, sin que la domine y la anule y cause muerte en lugar de vida. Me he encontrado y me encuentro con innumerables ejemplos de traumatización sexual. Me han contado algunas cosas que antes no hubiera podido, ni querido imaginar. He aprendido por qué alguien se convierte en agresor sexual. También comprendo por qué las víctimas del trauma sexual a menudo no logran desprenderse de sus agresores; incluso los aman y los extrañan cuando ya no están.
Lo que vive nace, crece, se multiplica —o al menos lo intenta— y muere. La vida crea vida nueva de manera constante. En su forma más sencilla, un ser vivo se divide (por ejemplo, un alga, una bacteria, el moho); de ahí surgen nuevos descendientes autónomos. Las plantas se reproducen por medio de brotes y plántulas. Dado que cada ser vivo tiene este propósito de vida, la población sigue creciendo hasta que las condiciones externas le imponen límites (escasez de la cantidad de energía o alimento, cambio del clima, depredadores). La reproducción asexual es simple y sencilla. No requiere un segundo ser vivo. Así, surgen «hijos» genéticamente iguales a sus «padres» (clones).
El término «sexualidad» hace referencia a la reproducción en la que participan dos sexos. Por medio del intercambio de material genético entre los padres surgen hijos que se les parecen, aunque no son idénticos a ellos. De este modo surge la individualidad, eficaz en dos sentidos:
Los seres vivos cuyo hábitat cambia muy poco (por ejemplo, el entorno subterráneo de la rata topo desnuda) pueden permitirse la reproducción por medio de la clonación. Las formas más elevadas de seres vivos que pueden sobrevivir en diferentes ecosistemas se reproducen sexualmente, a pesar de la complicación y de los riesgos nada desdeñables que esto conlleva.
El objetivo de generar por medio de la reproducción sexual una nueva combinación de genes y cro