Cuando salí del autobús en Flax Hill estaba nevando. No era exactamente una nevada normal, ni tampoco una ventisca, sino que la nieve caía pesadamente, se depositaba durante un minuto más o menos y luego el viento la trasladaba—la hacía rodar más bien—hasta otro lugar. En un minuto estabas cubierta de nieve que luego se retiraba a toda prisa hacia los lados, como si un invisible y diligente gigante se hubiera apiadado y te la hubiera limpiado. Luego, mientras contenías la respiración, te convertías de nuevo en un muñeco de nieve por el efecto bumerán. Sólo podía ver unos pasos delante de mí y más o menos uno por detrás. Cuando un par de faros de automóvil me pasaron rozando el hombro, salí de la carretera y comencé a seguir las voces de un par de chicas que se protegían bajo un paraguas roto, sobre todo porque les había oído mencionar a su casera. Yo tenía que encontrar una casera. Del tipo que fuera. Me mantuve pegada a las chicas del paraguas incluso cuando la nieve las ocultó durante varios segundos y empecé a dudar de si eran reales; las seguí cuando tomaron lo que llamaron «el atajo», a través de unas vías de ferrocarril abandonadas en las que crecía la hierba y a través de un túnel oscuro como boca de lobo y cuyo olor me produjo grandes arcadas. Cosas muertas y huevos podridos. Los insectos se depositaban tímidamente sobre mis hombros, como si se preguntaran dónde nos habíamos visto antes. Más de una vez tuve la sensación de que la propia oscuridad nos estaba persiguiendo. Pero si las chicas del paraguas podían con ello, yo también. Un par de veces se pararon y gritaron: «¡Hola!, ¿hay alguien ahí?».
Yo me rezagaba, mantenía la boca cerrada y pensaba: «Más vale que esa casera sea estupenda». En cuanto estuvimos al otro lado del túnel las chicas del paraguas se rieron tontamente y se acusaron de ser unas miedicas. Ello me hizo pensar en las veces que yo he estado en la oscuridad y sentía que había alguien más, hasta llegar a convencerme a mí misma de que estaba equivocada. Probablemente nueve de cada diez veces había realmente alguien.
Cuando las chicas del paraguas entraron por fin en un edificio de ladrillo estrecho y anodino, me paseé durante unos minutos por delante de la puerta cerrada, preguntándome qué historia iba a contar. Pero yo no sabía el nombre de la casera y hacía demasiado frío para pensar. Llamé a la puerta y me las arreglé para entrar y preguntar por la señora de la casa sin tiritar demasiado. Tenía el pelo gris acerado, una figura elegante y una expresión de «¡Cariño, qué me vas a contar a mí!» a partir de la cual se creaban todas sus demás expresiones, desde la alegría a la irritación.
«He oído que tiene usted huéspedes—dije—. Por favor, no me diga que estoy equivocada…», y me quedé sin palabras. Me ofreció su propio sofá, apiló cojines a mi alrededor hasta que sólo sobresalía mi cabeza y pidió que trajeran sopa y mantas. Su nombre era señora Lennox y era oriunda de Flax Hill: «Ya sabes, de Massachusetts de pura cepa». Me dijo que nunca había perdido un posible inquilino y las chicas que respondieron a su petición de sopa y mantas le dieron la razón. «Tampoco se mete en tus asuntos», añadió una de ellas. (Eso resultó ser cierto. No te la encontrabas, sino que tenías que concertar cita con ella). Las chicas no se habían puesto de acuerdo, así que aparecieron con cuatro cuencos de sopa y siete mantas. Lo tomé por una señal de que era bienvenida y dije «Gracias» unas cincuenta veces seguidas hasta que alguien observó riéndose que sólo me ofrecían sopa.
Como no tenía otra cosa que hacer en los siguientes días, traté de identificar a las chicas del paraguas por el sonido de sus voces. Pero qui