Introducción
Hubo un tiempo, desde principios y hasta mediados del sigloXX, en que la comprensión de la mente humana se reducía a la comparación con una caja negra o vacía, como una centralita telefónica, donde se establecían las conexiones entre estímulo (llamadas) y respuesta. Las respuestas que eran reforzadas se convertían en hábitos de conducta y estos originaban rasgos de personalidad o tendencias dominantes. Esta concepción derivó en el conductismo como teoría explicativa del comportamiento humano.
Más tarde esta caja vacía se fue llenando de pensamientos, representaciones y cogniciones que empezaron a considerarse como mediadoras de la conducta, lo que desembocó en el modelo cognitivo-conductual. Luego vino la moda de las emociones como intermediarias y desencadenantes de acciones y decisiones, haciendo su irrupción triunfal en el mundo de la psicología y elcoaching, la famosa «inteligencia emocional».
Paralelamente, se había ido desarrollando en el ámbito de las ciencias neurofisiológicas el conocimiento de la estructura y funcionamiento del cerebro, no solo a nivel anatómico, sino también neuroquímico. Y entonces todos los fenómenos comportamentales, desde el amor al asesinato masivo e indiscriminado de transeúntes por la calle, pasaron a considerarse expresiones de la química cerebral.
Los estudios del genoma humano no se quedaron atrás y, en consecuencia, la factores genéticos se aliaron con la perspectiva neuroquímica (y también con la industria farmacéutica) para reducir toda manifestación psicológica a un combinado genético-neuronal. Esta perspectiva había sido ocupada ya en la Antigüedad, desde la medicina hipocrática, y a causa de su desconocimiento de las estructuras cerebrales, por la influencia de los humores temperamentales, segregados por determinados órganos corporales como, por ejemplo, la bilis.
Estos modelos explicativos prescindían de la influencia de los factores clasistas, raciales, educativos y demás, reivindicados por la pedagogía y las filosofías sociales, las cuales se dedicaron, lógicamente, a ponerlos de relieve, exigiendo su consideración a la hora de explicar la conducta humana. Eso por no hablar de otros modelos que recurrían a posesiones demoníacas o impulsos inconscientes para explicar, sobre todo, los comportamientos desviados o patológicos de la psique humana.
De la mezcla de todos estos paradigmas surgió un modelo unificado a través de guioncitos, llamado bio-psico-social, que pretendía meter en un mismo paquete los factores neurofisiológicos, cerebrales, mentales, emocionales y ambientales de difícil manejo en su conjunto. Eso llevó, en la práctica, a combinar tratamientos médicos y psicológicos para los problemas «psiquiátricos», con resultados variables e inciertos.
Pero al margen de su mayor o menor eficacia y a su acierto terapéutico, lo que resulta de este enfoque ecléctico es una visión determinista del ser humano, a saber: el comportamiento humano depende de una serie de factores que están fuera de su control y responsabilidad, lo que equivale a considerarlo, como mínimo, a-moral.
En lógica connivencia con esta perspectiva, el problema de la atribución de responsabilidad en los ámbitos educativo, relacional o jurídico, entre muchos otros, se ha convertido en un campo de batalla entre distintos paradigmas, donde un comportamiento inapropiado, como por ejemplo el maltrato físico o psicológico en el seno de la pareja, se interpreta, al menos por defecto, como un problema de constitución genética, alteración neurohormonal, aprendizaje familiar, déficit en la inserción social o machismo cultural. Este tipo de explicaciones tienden a negar la responsabilidad personal o moral, llegando a sustituir la pena de muerte, que con buen criterio está suprimida en la mayoría de países democráticos, para un violador incapaz, según él, de contener sus impulsos, por la eutanasia asistida.
En la actualidad predomina la tendencia de atribuir todos los problemas cotidianos personales o relacionales a disfunciones cerebrales: estrés, impulsividad,