Las religiones están llamadas a convertirsey no a ser propagandistas de la conversión
La tarea que nos proponemos es nada más y nada menos que la conversión de las religiones. A las religiones se las considera vehículo e instrumento de la conversión del hombre, pero ellas mismas tienen necesidad periódica de convertirse a su propio carácter y fin religioso. La conversión de las religiones es necesaria sobre todo cuando progresivamente dan muestras de haberse olvidado de su origen (que es también la meta a la que tienden), volcándose en la imposición de afirmaciones dogmáticas, el fortalecimiento identitario de pertenencia o la consolidación de estructuras institucionales: el momento histórico que estamos viviendo evidencia que nos encontramos en estas circunstancias y que las religiones merecen en buena medida la mala fama que las acompaña.
Las religiones no tienen el monopolio de la religión,del sentido religioso de la vida
La conversión de las religiones es posible porque no tienen el monopolio de la religión: lo que llamamos actitud religiosa es una aspiración del hombre, del espíritu humano, y las religiones son uno de sus posibles sostenes y transmisores. Es por tanto oportuno empezar clarificando qué entendemos por religión en nuestro contexto. Las posibles reconstrucciones etimológicas de la palabra «religión» apuntan al significado de recoger, «religar». Esta función se manifiesta y toma forma en diversos niveles: reconstruir la unidad dinámica de cuerpo, mente, espíritu, conectar de nuevo, unos con otros, yo y tú, volver a conectar al hombre con la naturaleza, restablecer el contacto con el Misterio, reconducir lo humano hacia el umbral del más allá. La religión es una función de la libertad, en cuanto liga, reconectando, y desliga, desanudando los vínculos que bloquean.
La identidad no es ideológica, sino simbólica
Distingo identidad de identificación, entendiendo por identidad el descubrimiento de lo que cada uno de nosotros es de un modo único e irrepetible, sin posibilidad de que exista un doble: el rostro de cada cual que se revela en el encuentro sin prejuicios con el otro; y, por identificación, la referencia de pertenencia que puede dar apoyo y seguridad, pero que también puede sustituir el propio rostro auténtico con una máscara predeterminada. El diálogo religioso no es confrontación de doctrinas, sino que más bien usa el lenguaje del símbolo. Mientras que la doctrina se basa en la referencia «objetiva» de la ideología que la sostiene, el símbolo no es objetivo, sino relacional: en la relación entre el símbolo mismo y lo simbolizado reside su fuerza expresiva. Para ser eficaz, el símbolo necesita la creencia en el símbolo mismo: un símbolo en el que no se cree no representa ya aquello que simboliza, sino que es un simple signo convencional. El símbolo, por tanto, no puede tener un valor absoluto, sino que es el principio del pluralismo y el lenguaje de la mística. Pluralismo significa que hay una pluralidad de significados, y cada uno de ellos permite acceder a la referencia simbolizada (por ejemplo, muchas tradiciones religiosas utilizan el lucero del alba como símbolo de la luz clara que aparece, estableciendo a la vez con ese símbolo diversas modalidades interpretativas). Cuando la religión pierde su propio lado místico, tiende a convertirse en ideología y el lenguaje con que se expresa deja de ser simbólico y se vuelve lógico. Mientras que el lenguaje simbólico es plural y relacional, el lenguaje lógico es unívoco y autorreferencial.
No hay que buscar la unidad de las religiones,sino la armonía entre ellas
El fin que perseguimos no es la unidad de las religiones, sino su armonía. No se trata de elaborar una religión que las comprenda a todas, sino de crear relaciones armónicas basadas en el reconocimiento mutuo. Pero no solo esto. El camino religioso, si es auténtico y sincero, demuestra a quien lo recorre, cualquiera que sea su referencia, que la fe es un riesgo: el riesgo de entregarse por completo a algo cuya certeza no se basa en ninguna garantía. Si la fe fuese certificable por alguna garantía, se negaría a sí misma como fe, es decir, como entrega confiada y total, un salto sin paracaídas en el que todo está en juego. Implica por ello una r