: Albert Chillón Asensio, Lluís Duch Álvarez
: La condición ambigua Diálogos con Lluís Duch
: Herder Editorial
: 9788425430350
: 1
: CHF 9.60
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: Philosophie
: Spanish
: 304
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Ni ángel ni bestia, según la conocida sentencia de Blaise Pascal, el ser humano no posee una naturaleza predada y conclusa, sino una condición histórica y contingente, polifacética y ambigua. Por más que se sueñe omnipotente e infinito, está condenado a existir en la escasez, la incertidumbre y la imperfección, y su vida es un drama abierto e impredecible, que sólo la antorcha de un pensamiento a la vez lúcido y cordial -lógico y mítico, racional y sentiente, efectivo y afectivo- es capaz de iluminar. Para lograrlo no dispone, sin embargo, de verdades definitivas, sino sólo de preguntas que dan lugar a respuestas siempre provisionales, engendradoras de interrogantes nuevos. Como en Sócrates según Platón y en Goethe visto por Eckermann, el diálogo no es, entonces, un modo menor del conocimiento humano, sino un camino mayor en pos del siempre frágil y relativo saber posible: una mayéutica que alumbra dudas y sugestiones, reservas y sospechas, y con ellas los acuerdos -y los acordes- llamados a guiar los trayectos personales y colectivos.

Escritor y ensayista,   Albert Chillón   es profesor de antropología de la comunicación en la UAB, y un veterano estudioso de las relaciones entre literatura, periodismo y comunicación. Ha escrito la novela  El horizonte ayer  (2013), la monografía  Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas  (1999),  Un ser de mediaciones. Antropología de la comunicación, vol. I  (2011) y  La palabra facticia. Literatura, periodismo y comunicación  (2014), entre otros libros y artículos. En la actualidad, es colaborador de opinión de el diario  El País  y director del máster en Periodismo literario, Comunicación y Humanidades de la UAB.

UNO

ENS FINITUM CAPAX INFINITI

A fin de esbozar los trazos más relevantes de tu obra y de tu pensamiento, te propongo que nos remontemos a las cuestiones raigales. En primer lugar, quiero preguntarte cómo se sitúa la antropología filosófica que cultivas ante la crucial controversia entre innatismo y culturalismo: es decir, ante la explicación de lo humano a partir de lo ingénito, arquetípico, estructural y pre-dado, por un lado, y de lo histórico y mudable, por otro. Se trata, ni que decir tiene, de dos cuerpos de premisas extremos que raramente se dan en puridad —casi podría hablarse de dos tipos ideales, a lo Max Weber—, y sin embargo cada uno de ellos tiende a imponer su férula y aun su excluyente primacía en las ciencias sociales y humanas.

Yo creo que una buena praxis antropológica debe tomar en consideración dos puntos de partida en apariencia irreconciliables. Por un lado, eso que cabe llamar lo constitutivo humano, lo que es común al conjunto de los individuos del pasado, del presente y del futuro; y por otro, lo que en ellos es cultural y, por tanto, está sometido al cambio. Aunque ambos puntos de vista parecen con frecuencia incompatibles, estoy convencido de que la combinación de ambos, su equilibrio inestable, conforma, justamente, lo genuino de la praxis antropológica que propongo.

Es evidente, por otra parte, que sólo tenemos noticia de todo lo que los seres humanos comparten —lo que tú mismo acabas de llamaringénito— a través de lo histórica y culturalmente comprobable. Es a través de la diversidad de culturas como se puede acabar reparando en esa unidad sustantiva de todos los sujetos. Éste es el núcleo del método que propongo, el cual puede ser rechazado desde dos perspectivas. De un lado, desde de la perspectiva historicista, profesada por los que creen que todo es historia, una gran diversidad de prácticas culturales que carecen de un nexo común a todos los miembros de la especieHomo sapiens sapiens; de otro, desde la perspectiva que cabe llamar esencialista y estructural —defendida, por ejemplo, por Mircea Eliade, entre otros muchos otros autores—. Estoy persuadido de que las dos posiciones son desatinadas e injustas, dado que los humanos poseemos un fondo común ingénito, una igualdad radical, y dado también que poseemos una insuperable condición histórica hecha de diferencias.

Por todo ello suelo discernir entre la igualdad estructural, al mismo tiempo constituyente y constitutiva, y las distinciones históricas y culturales. E infiero, a partir de ahí, que no es lícito afirmar que determinada expresión de ese fondo común sea mejor o peor que otras. Quiero decir que en mi propuesta no hay ningún atisbo de racismo cultural, ninguna posibilidad de aseverar, por ejemplo, que la cultura occidental sea la suma o el súmmum de todas las demás. Se trata, tan sólo, de una cuestión de preferencias, ya que es a través de preferencias, expulsiones o rechazos como los humanos nos manifestamos y representamos en el escenario del gran teatro del mundo. Preferimos o rechazamos esto o lo de más allá, esta cultura o la otra, y a tal posibilidad de optar contribuyen factores como la migración o el nacimiento, entre otros. Conozco el caso de personas que, desencantadas de Occidente, han intentado vivir otras culturas. Pienso en un amigo de nacionalidad alemana, en concreto, que vivió ocho o diez años en Nepal, donde descubrió que su cultura era la occidental, precisamente, y que la nepalí jamás podría ser la suya, por más estima que sintiera por ella. Después de semejante cura, regresó a Alemania convencido de su adscripción a la tradición centroeuropea: germana, occidental o como se la quiera llamar.

A tu juicio, así pues, existe una condición humana compuesta de rasgos constitutivos, estructurales y universales, que sin embargo sólo se sustancian y hacen visibles históricamente, a través de muy diversas ma