PREFACIO PARA LA NUEVA EDICIÓN
En el otoño de 1969, cuando acepté el llamamiento a ocupar una cátedra en la recientemente fundada Universidad de Ratisbona, me reencontré allí con el profesor Johann Auer, con quien me unían hermosos años de trabajo en común en la Universidad de Bonn. Auer había desarrollado ya en Bonn el proyecto de unCurso de teología dogmática (Kleine Katholische Dogmatik) que, publicado en su versión original en formato de bolsillo, debía poder ser para los estudiantes un «florilegio de puntos básicos para sus reflexiones teológicas y para sus meditaciones religiosas» (como reza en el Prefacio común a todos los tomos de la obra). Él ya había terminado de escribir el 5.º tomo —tituladoEl Evangelio de la gracia, fruto de su trayectoria docente, iniciada en 1947— y lo había entregado a la editorial Pustet. También estaban avanzados los trabajos preparatorios para el resto de los tomos. A mi llegada a Ratisbona, Auer y el editor, doctor Friedrich Pustet, me insistieron en que participara en el proyecto, de modo que se tornara en un obra en común. Como yo ya había acordado con la editorial Wewel la publicación de una obra de teología dogmática, dudé en aceptar la propuesta, pero me dejé persuadir por la invitación de mi amigo. Finalmente, al terminar el primero de los dos fascículos que me correspondía redactar —éste sobre la escatología—, fui nombrado arzobispo de Múnich y Frisinga, de modo que el volumen, publicado por la misma fecha de mi consagración episcopal, terminó siendo mi única aportación a esta empresa común. La otra aportación para cuya elaboración se había pensado en mí —la introducción a la Teología— no llegó a escribirse porque el profesor Auer fue llamado en 1989 a partir de esta vida antes de que pudiese iniciar la labor de redacción.
Treinta años han transcurrido desde la primera edición de la obra, años en los que el desarrollo teológico no se ha detenido. Cuando se escribió el libro se estaban produciendo dos transformaciones muy profundas en el pensamiento acerca del tema de la esperanza cristiana. La esperanza comenzaba a concebirse entonces como una virtud activa, como acción que modifica el mundo y de la que ha de surgir una nueva humanidad, el «mundo mejor». La esperanza adquiría así índole política, y su cumplimiento parecía haber sido puesto en manos del mismo ser humano. Según se afirmaba, el reino de Dios, en torno al cual está centrado todo en el cristianismo, iba a ser el reino del hombre, el «mundo mejor» del mañana: Dios no está «arriba, sino delante», se decía. Si en esta primera perspectiva el pensamiento teológico desembocaba en un torrente cada vez más caudaloso de reflexiones filosóficas y políticas, un segundo desarrollo pertenece, en cambio, enteramente al ámbito interno de la teología, aun cuando, a su modo, el contexto histórico cultural tuviese también efectos en él. La crisis relacionada con la tradición, que se hizo virulenta en la Iglesia católica a continuación del Vaticano II, llevó a que, a partir de entonces, se quisiese construir la fe estrictamente a partir de la misma Biblia y fuera de la tradición. En ese marco se constató que la Biblia no contenía el concepto de inmortalidad del alma sino sólo la esperanza en la resurrección. Por tanto —así se afirmaba