Desde un homenaje
Emilio Lledó*
No podemos escapar a la rueda del tiempo. Se repite, pero no en cada uno de nosotros, sino en los que nos siguen; aunque, tal vez, esa repetición sea una forma de encontrarse a sí mismo, de continuarse a sí mismo. Las vueltas de esa rueda de inmóvil eje van dejándonos un poco más alto, año tras año, hasta que empieza, en un determinado instante, un lento y, esperamos siempre, sosegado descenso. Con ese movimiento que nos inserta en una forma de sucesión y en el que circulamos, descubrimos a veces a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros alumnos. Comprobamos que ellos también están allí, allí donde nosotros estuvimos, en aquel punto de una personal historia, del círculo siempre mágico de una vida. Mágico porque la existencia es, como sabemos, una mezcla de azar y necesidad, de sorpresas y determinaciones, de coherencias e imprevistos. Pero ese juego debe tensarlo, cuando los años nos han dejado suficiente memoria, un hilo de felicidad, de tranquilidad con elpropio ser, por muy duro que pudiera haber sido nuestro encuentro con elinfortunio.Uno de los más grandes tesoros de la memoria consiste precisamente en esa posibilidad de reencuentro, en esa forma sutil de revivir.
Ahora, en el desplazamiento pausado de esa gigantesca, implacable, rueda del tiempo veo alzado, en su sexagésimo aniversario, a Manuel Cruz. Y repetimos siempre esa frase, ya famosa, con la que se expresa la sorpresa del paso de los días y la extrañeza de su inmediatez y, al par, de su distancia: «¡Parece mentira!». Hace poco más de veinte años, yo mismo estuve ahí, en lo alto de esa curvada superficie. Manuel Cruz, Miguel Ángel Granada y Ana Papiol se acordaron de mí y publicaron un libro de homenaje en ese aniversario de los sesenta años.1Y ahora, de pronto, muy de pronto, me encuentro con que uno de ellos ha alcanzado ese punto de la rueda del tiempo y de su existencia que yo alcancé, y cumplido los años que yo también tuve. ¡Parece mentira!
Esa apariencia engañosa me lleva a reflexionar sobre tal hecho y evocar cómo sucedió, cómo fue sucediendo. Por supuesto que un pequeño ramalazo de melancolía te aborda muchas veces con los recuerdos; pero esa melancolía no puede ahora teñir la alegría que acompaña el homenaje a quien ha cumplido, en una parte de su vida, un fructífero recorrido en el que el azar me puso para que fuese testigo. Claro que ese camino lo ha hecho Manuel Cruz solo, con su constancia, con su empeño, con su inteligencia, con su entusiasmo.
En una ocasión me recordó que empezó la Universidad en 1968, en el otoño inmediato al famoso Mayo francés y en el curso en que se produjo el asalto al Rectorado de la Universidad de Barcelona y que provocó su cierre. En l970, comenzó la especialidad de Filosofía, después de los dos años de estudios comunes, tal como estaban, entonces, organizados los cursos en las facultades de Filosofía y Letras. Yo me había incorporado como catedrático de Historia de la Filosofía en octubre de l967. Recuerdo que, cuando conté a Gadamer y Löwith en qué consistían aquellos ejercicios de oposiciones de un programa oficial que abarcaba toda la historia de la filosofía, quedaban realmente asombrados. Me comentaban que, por supuesto, habrían sido suspendidos. ¿Cómo dominar con la misma soltura a los presocráticos, a Aristóteles, a Agustín, a Descartes, a Hume, a Kant, a Hegel, a Comte, a Marx, a Nietzsche, a Bergson, a Husserl, a Russell, a Heidegger, por ejemplo? Cito este recuerdo porque expresa la concepción asignaturesca, acartonada, paralizada de la enseñanza univ