Yo no soy una pipa
Laura Llevadot
Hay un cuadro de Magritte en el que aparece dibujada una pipa y debajo la leyendaCeci n’est pas une pipe. «Esto no es una pipa» no es el título de la obra que es, en realidad,La traición de las imágenes (1928-29), sino el enunciado escrito con caligrafía escolar que forma parte del mismo cuadro en que aparece una pipa dibujada. Que «esto no es una pipa» no sea el título sino parte de la obra, permite comprender lo que Magritte está poniendo en juego. En primer lugar, una impugnación perversa de la representación. La representación de una pipa, sea pictórica, gráfica o fonética, no es una pipa, la pipa no se presenta en su representación, del mismo modo que un partido no (re)presenta a sus votantes. Léase, pues, en clave política. Pero, en segundo lugar, hay también en ese cuadro una impugnación de la denominación, de ese supuesto «espacio común» entre los nombres y las cosas que creemos natural y vinculante. Pongamos, ahora, en el lugar de la pipa, un homosexual, un niñoTDAH, una mujer o un hombre, un negro, un esquizofrénico, un delincuente... y debajo la leyenda «Esto no es...». La primera impugnación correspondería, quizás, a lo que denuncia el pensamiento político posfundacional, quela política no representalo político. La segunda, sin embargo, es más sutil, atiende a la manera de nombrarnos a nosotros mismos, a las palabras que empleamos para definirnos, a los discursos que asimilamos en nuestros procesos de subjetivación. A menudo esas palabras no las elegimos, nos eligen. Desde muy pequeños nos dicen si somos hombres, mujeres, ahora también trans, inteligentes, capaces, perversos, discapacitados, hiperactivos... algunos incluso llegan ya a la educación primaria con undictamen. Eso sí, en conjunto, todo muy inclusivo y tolerante. Pero el hecho es que estamos, desde el principio, denominados. La primera crítica perturba los cimientos de la soberanía y de la ley: el soberano, sea un rey o un parlamento, no nos representa. La segunda, por el contrario, apunta hacia la norma, denuncia que lo que nos asigna en el colectivo de los ciudadanos «normales» o lo que nos expulsa al terreno de la patología y de la anormalidad, no es un espacio natural y neutro sino un espacio bien cimentado, políticamente construido. Y en esa construcción de la normalidad, de la normalidad elevada a normatividad, no sólo es el discurso parlamentario el que interviene, sino también y, sobre todo, al menos desde la modernidad, el discurso médico, psicológico, psiquiátrico, jurídico, sociológico, antropológico... Todos esos discursos que, en nombre de una verdad científica y objetiva, han colaborado con el poder para hacernos sentir que somos aquello que dicen que somos. Quelo político no se reduce a lo jurídico, que también nuestra relación con nosotros mismos y con los otros —a través de la manera de denominarnos— es política, es quizás una de las aportaciones más contundentes y fecundas de Foucault. Ester Jordana lo desgrana de forma impecable en este texto.
Desde ese punto de vista, no sólo «lo personal es político», como decían las feministas refiriéndose a cómo las relaciones más íntimas estaban empapadas de machismo hegemónico, sino que lo médico, lo pedagógico, lo científico... es político. Todos esos discursos que se esconden detrás de la apariencia de la objetividad y el humanismo más inclusivo, pertenecen a aquello que Foucault, en los últimos cursos, denominó gubernamentalidad, término que da títuloa este libro. El análisis de las formas de gubernamentalidad, la manera como hemos sido gobernados históricamente a través de estos saberes, prácticas e instituciones, es lo que constituye el objeto de estudio de la obra de Foucault. La perspectiva que se abre desde ahí nos aleja de toda concepción meramente jurídica y represiva del poder. El poder produce,