1 El romance de la filosofía
Cuando me invitaron a dar esta conferencia, me dijeron que el propósito de la Fundación Dewey al financiar estos encuentros era que un filósofo hablara de su carrera, es decir, una charla autobiográfica acerca del involucramiento del conferencista con su campo de trabajo, en vez de un aporte concreto sobre un tema filosófico específico. ¡Un reto maravilloso! Me encanta contar historias, y además creo que es parte esencial de la enseñanza de la filosofía, así que ¿por qué no contar la historia de mi propio romance con la filosofía? Mirando hacia atrás (y hacia adelante) a mi trayectoria filosófica, no puedo dejar de sentir que, por muchas razones, que trataré de compartirles, he sido extremadamente afortunado. Pero ¿por dónde comenzar?
Parece apropiado comenzar con el tiempo previo a mis estudios filosóficos, incluso antes de que tuviera la más remota idea de lo que es la filosofía, en mis años de estudiante de bachillerato en Brooklyn. Crecí en una amorosa familia de inmigrantes judíos de segunda generación. Ninguno de mis padres fue a la universidad, tampoco mis tíos y tías, excepto uno que estudió para ser abogado, una de las dos profesiones preferidas por los jóvenes judíos que crecieron en los años cuarenta. Asistí a la preparatoria Midwood, una escuela pública en Brooklyn donde experimenté un despertar intelectual. Allí descubrí el goce de la literatura, la música y el arte. Muchos de ustedes saben más de Midwood High School que lo que suponen, pues también fue la escuela de Woody Allen. Cuando con mi esposa Carol, también egresada de Midwood, vimos las primeras películas de Woody Allen, no entendíamos de qué se reía todo el mundo. Después de todo, éstas eran bromas locales que habíamos escuchado en el bachillerato.
Era muy joven para ser reclutado en la Segunda Guerra Mundial, pero la guerra tocó de cerca a mi familia con la muerte de mi talentoso hermano mayor antes de que yo cumpliera los trece años. Sin embargo, crecer en Nueva York fue una experiencia emocionante. Corrían tiempos de optimismo, un momento en el que muchos de nosotros teníamos profundas convicciones de que de algún modo podíamos hacer una diferencia significativa en forjar un mejor Estados Unidos y un mundo mejor. Llegado el momento de escoger una universidad, un amigo me sugirió postularme a la Universidad de Chicago. Durante los años cuarenta y cincuenta, la escuela de pregrado (undergraduate college) de la Universidad de Chicago era un lugar único. Había un currículo fijo y obligatorio para todos los pregrados; no había electivas ni énfasis. Elcollege aceptaba estudiantes que estuvieran cursando su último año de bachillerato, pero yo me inscribí después de graduarme de Midwood High School. No se avanzaba tomando créditos de estudio, sino aprobando un examen específico para cada uno de los cursos requeridos. El último curso del programa tenía un nombre modesto: «Observación, integración e interpretación de las ciencias». Al entrar alcollege uno debía presentar una prueba de nivelación para determinar los exámenes que debían aprobarse para la obtención del grado. Imaginen una universidad en la que todos los estudiantes están leyendo y hablando sobre los mismos libros. Durante mi primer trimestre leí a Heródoto, Tucídides, Platón, Aristóteles, Weber, Galileo, Kepler, Dostoievski y Freud. Fue una experiencia embriagante y recuerdo muchas noches en vela discutiendo apasionadamente los matices en Platón o Aristóteles. Pero nada de esto captura realmente lo que Chicago era durante esos días. En Estados Unidos se había regado el rumor de que Chicago era el único lugar al cual ir si uno aspiraba a convertirse en un intelectual serio. Sentíamos desdén por laIvy League. Chicago atrajo un cuerpo docente y estudiantil verdaderamente talentoso. Tomé el mismo curso de ciencias sociales con Susan Sontag y también fue allí que conocí y me hice amigo de Dick Rorty. Éste era el Chicago de Philip Roth y Mike Nichols, de Alan Bloom y George Steiner. A.J Liebling escribió un perfil de Chicago para