El miedo
Laura Llevadot
Hay un cuento breve de Kafka, casi una parábola, tituladoAnte la ley. Narra la historia de un campesino que se dirige a la puerta de la ley, custodiada por un guardián. Cuando el campesino pide entrar el guardián le hace esperar y ante la infinitud de la espera el campesino se empecina en preguntar, pero las respuestas del guardián son cada vez más disuasivas: tras esa puerta hay todavía muchas más, custodiadas por guardianes cada vez más terribles, la puerta jamás se abrirá y, sin embargo, ésta estaba reservada a él. El campesino morirá sin comprender por qué el saber de la ley, que era solamente para él, le ha sido negado.
Este breve relato de Kafka ha sido objeto de análisis por parte de muchos pensadores contemporáneos, de Agamben a Derrida, pero a pesar de las controversias que haya podido generar lo que es seguro es que la narración expresa bien la condición del hombre contemporáneo ante la ley: quisiéramos conocerla, saber su origen y su fundamento, quisiéramos entender por qué hay que obedecerla, por qué desde que nacemos en un mundo que nos precede y donde todo ha sido decidido antes de nuestra llegada, estamos de esta manera obligados. Queremos comprender y no sólo obedecer, o quisiéramos comprender para poder desobedecer, o a lo mejor quisiéramos saber por qué se nos acusa de desobedecer cuando nadie nos ha explicado ni la ley —dédalo imposiblesólo apto para doctos—, ni mucho menos su fundamento, su razón de ser.
Sin embargo, hubo un tiempo en que se creyó posible responder a la pregunta del campesino. Fue en el sigloXVII cuando se hizo ficción de los argumentos que la legitimaban, cuando se sintió la necesidad de fundamentar la estructura jurídica que regula nuestras vidas en sociedad. Y entre todas las respuestas la más terrible, la más dura, la que probablemente más nos endeudará hasta el día de hoy, fue la de Hobbes: el fundamento de la ley es el miedo. Es cierto que, como explica Josep Monserrat en este libro, los principios a partir de los cuales Hobbes defenderá la necesidad del Estado —entendido comores publica oCommonwealth— son dos: el deseo, elconatus, que lo será de «tener como propias las cosas que la naturaleza ha dado a los hombres en común», y el miedo a la muerte, a no poder conservarse y alcanzar lo que el deseo quiera. Dejando a un lado que elconatus sea entendido por Hobbes como deseo de propiedad, cosa dudosa y claramente ideológica, es el miedo la emoción prevalente que lo condicionará todo. No en vano Monserrat nos recuerda que Hobbes, en su propia autobiografía, «adopta el miedo como hermano y así escribía que su madre, asustada por la llegada de laArmada Invencible a las costas de Inglaterra, parió gemelos: él y el miedo». Que de entre todas las pasiones humanas sea el miedo, y no el deseo, el afecto esencial de la ley lo determina todo, debería hacernos pensar. Spinoza, por poner un contraejemplo, hacía depender la constitución de la vida en sociedad del deseo de aumentar la potencia, una multitud siempre puede más que un hombre solo. La negatividad de Hobbes radica en esta evaluación pesimista de los cuerpos y de la naturaleza humana. Esencialmente la vida tiene miedo y, por tanto, será bueno lo que garantice la seguridad y la supervivencia, es decir, la construcción, mediante el uso de la razón y del cálculo, de un convenio que nos proteja del más que probable acoso de los demás. La prueba empírica de una tal macabra teoría no deja lugar a dudas, o ¿no es verdad que «cerramos las puertas de nuestra casa cuando se hace de noche»? Afortunadamente, el pensamiento contemporáneo, al menos desde Heidegger, ha aprendido bastante bien a desconfiar de todo argumento empírico de este tipo. Lo empírico no prueba nada, es lo que debe ser probado. Un argumento empírico meramente confunde el efecto con las causas. ¿Cerramos las puertas de nuestra casa porque tenemos miedo o más bien tenemos miedo porque tenemos «nuestra casa»? ¿Cerrar las puertas es la prueba veraz que justificará un e