UN AMIGO DE KAFKA
Años antes de que leyera ninguno de sus libros supe de Franz Kafka gracias a su amigo Jacques Kohn, un antiguo actor del teatro yidis.[1] Digo «antiguo» porque cuando lo conocí llevaba años sin pisar un escenario. Fue a principios de los años treinta, y el teatro yidis de Varsovia había empezado ya a perder espectadores. El mismo Jacques Kohn era un hombre enfermo y derrotado. Aunque seguía vistiendo como un dandi, la ropa que tenía estaba raída. Llevaba un monóculo en el ojo izquierdo, usaba un cuello alto pasado de moda (conocido como «matapadres»),[2] zapatos de charol y un bombín. Los cínicos del club de escritores yidis de Varsovia que ambos frecuentábamos lo apodaban «su Ilustrísima». Aunque cada vez iba más encorvado, se esforzaba tozudamente en mantener los hombros rectos. Lo poco que le quedaba de un pelo que había sido rubio se lo peinaba en forma de puente sobre el cráneo pelado. Siguiendo la tradición del teatro de otros tiempos, de vez en cuando se ponía a hablar en yidis germanizado: especialmente si hablaba de sus relaciones con Kafka. Últimamente le había dado por escribir artículos de prensa, pero los editores se mostraban unánimes a la hora de rechazar sus manuscritos. Vivía en una buhardilla en algún lado de la calle Leszno y estaba todo el tiempo enfermo. Entre los miembros del club circulaba un chiste sobre él: «Se pasa el día acostado en una camilla del hospital y por la noche emerge un Don Juan».
Siempre coincidíamos en el club al atardecer. La puerta se abría lentamente y Jacques Kohn hacía su entrada. Tenía el aire de una importante celebridad europea que se dignaba visitar el gueto. Echaba un vistazo alrededor y hacía una mueca, como para indicar que el olor a arenque, ajo y tabaco barato no era de su gusto. Paseaba desdeñosamente la mirada por las mesas tapizadas de periódicos arrugados, piezas de ajedrez rotas y ceniceros llenos de colillas, en torno a las cuales los miembros del club se sentaban a discutir sin cesar sobre literatura con voces chillonas. Y sacudía la cabeza como para decir: «¿Qué se puede esperar de semejantesschlemiels?».[3] En cuanto lo veía entrar me llevaba la mano al bolsillo y preparaba el esloti[4] que indefectiblemente siempre me pedía que le prestara.
Aquella tarde en particular Jacques parecía estar de mejor humor que de costumbre. Sonrió, mostrando su dentadura de porcelana que no le encajaba bien del todo y se le movía ligeramente al hablar, y se acercó pavoneándose hacia mí como si estuviera sobre un escenario. Me tendió su huesuda mano de dedos largos y dijo:
—¿Qué tal está esta noche nuestra joven promesa?
—¿Ya estamos?
—Lo digo en serio. En serio. Reconozco el talento cuando lo veo, aunque a mí me falte. Cuando actuamos en Praga en 1911 nadie había oído hablar jamás de Kafka. Se acercó a los camerinos, y nada más verlo, supe que estaba en presencia de un genio. Podía olerlo igual que un gato huele un ratón. Así es como dio comienzo nuestra gran amistad.
Había oído esta historia muchas veces y cada vez de una manera distinta, pero sabía que no me quedaba más remedio que escucharla de nuevo. Se sentó a mi mesa y Manya, la camarera, nos trajo dos vasos de té y galletas. Jacques Kohn levantó las cejas, que dibujaban un arco sobre unos ojos amarillentos, surcados por venitas sanguinolentas. Su expresión parecía decir: «Solo a los bárbaros se les ocurriría llamar té a esto». Le echó cinco azucarillos al vaso y lo removió, haciendo girar la cucharilla de estañ