INTRODUCCIÓN. LA SALUD DEL PERIODISMO
«El periodismo lleva en el tuétano la maldición del olvido», decía un viejo y hoy denostado periodista, y parece difícil, en efecto, encontrar un oficio tan desmemoriado y tan desapegado de su historia. Ilustres profesionales que dictaron el pulso de su época o se mantuvieron durante años en el filo de la navaja de la actualidad, han sido irremediablemente postergados y nos resultan desconocidos. Un periodista vale lo que vale su información del día y debe reinventarse cada mañana: es su miseria y su grandeza. Se publican libros con antologías de artículos políticos o literarios, pero rara vez se recuperan noticias o reportajes, que son la sangre de nuestro devenir histórico. «La historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico», decía Pierre Vilar, según nos recuerda Eduardo Manzano.
Se ha dicho que el periódico es el primer borrador de la historia, y probablemente sea también en muchas ocasiones la primera página. Volver a las noticias, sin los filtros ni cargas que imponen convencionalismos posteriores, permite recrear los acontecimientos en su estado primigenio e interpretarlos de forma clara y directa, sobre todo si el que escribe o relata es un testigo presencial y tiene el acierto de captar la esencia de lo que contempla. Gay Talese, un maestro del género, afirmaba que sólo se puede escribir sobre alguien después de haberle mirado a los ojos.
En mi trayectoria como periodista, algo diletante, siempre me interesé por las noticias que habían marcado la evolución de los medios de comunicación, sus protagonistas, su estructura y sus circunstancias. Eran la mejor escuela —con una Facultad de Ciencias de la Información volcada en la agitación del fin de la dictadura— para indagar en las claves de un oficio, el más hermoso del mundo, según la definición clásica de Gabriel García Márquez, pero difícil de aprender. Lo supe pronto, cuando una tarde de 1982 me enfrenté en la redacción deEl País a la responsabilidad de escribir las notas necrológicas (un comienzo muy adecuado para un redactor). Leía, escribía y copiaba sin parar intentando elegir y ordenar los datos y construir con ellos un relato ameno y preciso.
Hacía furor entonces el Nuevo Periodismo, que nos inundó con técnicas narrativas de otros géneros para afrontar la actualidad y que, al decir de Martín Caparrós, hoy ya está viejo. La profesión gozaba de un prestigio creciente y de una aureola heroica, y los reporteros deThe Washington Post Carl Bernstein y Bob Woodward destacaban en un imaginario de montañas de papeles, nubes de humo, teléfonos sonando sin parar y redactores con los pies encima de la mesa. El caso Watergate fue, en realidad, una compleja investigación administrativa que no alcanzó una resolución satisfactoria hasta que se desveló, muchos años después, la identidad del propietario de la garganta profunda. Quién dijo qué, cuándo, cómo y dónde, pero también por qué.
Otros temas me subyugaron siempre, de forma destacada la llegada del hombre a la Luna, que poblaba las paredes de mi habitación infantil. Era capaz de repetir la terminología de las misiones espaciales y durante años seguí la pista a los docemoonwalkers, que como los doce apóstoles parecían imbuidos de poderes sobrenaturales. «Con los ojos cerrados me imagino que soy ese astronauta», escribe enEl viento de la Luna (2006) Antonio Muñoz Molina, adolescente también aquellos días. «Veo la curvatura inmensa de la Tierra, resplandeciendo azul y blanca y moviéndose muy despacio, las espirales de las nubes, la frontera de sombra entre la noche y el día». El gran paso de Neil Armstrong y el receptor de televisión con interferencias han alimentado los sueños infantiles de toda una generación.
Tras abandonar el periodismo de primera línea, después de ocho años enEl País y posteriormente en otros medios, impartí durante cinco años una asignatura en la Universidad San Pablo-CEU y volví a sumergirme en las noticias que guardaba en carpetas, cada vez más llenas de recortes, que me fueron de gran utilidad para mi misión académica: distinguir la información de la propaganda. Recuerdo explicar con detalle la composición de la portada deThe New York Journal con motivo del hundimiento del acorazado Maine. Mi tesis doctoral —la recepción de Joyce en España (1920-1975)— y varios proyectos en torno a la conmemoración del centenario de 1898 también fueron, a la postre, un largo repaso por periódicos y revistas, y mis carpetas de noticias siguieron creciendo y enriqueciéndose.
Entre ellas, unas en especial me dieron grandes satisfacciones. Las crónicas de los corresponsales extranjeros durante la Guerra Civil española que tanto me interesaban me llevaron a organizar una exposición que recorrió veinticinco ciudades de una doce