DESCONOCIDA
X continúa durmiendo cuando el doctor, tras echar una ojeada a los monitores y comprobar que sigue estable, abandona el box y se acerca al mostrador de la planta. Le pregunta a una auxiliar muy joven cuya cara no le resulta familiar por Carme Pons, la enfermera jefe. La chica, una recién llegada, se levanta y se apresura a llamarla.
Carme Pons es una mujer de cincuenta y muchos a la que los doctores jóvenes aprenden a respetar de inmediato, los veteranos nunca han dejado de hacerlo. En su caso la experiencia acumulada es un tesoro. Nadie recuerda haberla visto sin la bata y sin los zapatos bajos de enfermera. Tampoco nadie la ha oído hablar de su familia. Al parecer, no tiene pareja, ni hijos, ni hermanos… Tampoco se le conocen amigos. Es una mujer competente y extremadamente reservada. No se le escapa nada. Los ojos oscuros e inquietos, los dientes algo adelantados, el cabello cano bien sujeto con horquillas, las manos siempre en movimiento y en la cabeza erguida todos los datos que un ser humano puede retener.
De un cuartito diminuto en el que las enfermeras pasan algunos ratos, sale Carme Pons con el semblante grave, bolsas oscuras bajo los ojos y cara de necesitar urgentemente un soplo de aire libre. En las manos, una taza de té humeante.
—¿Sabemos algo?
El doctor acaba el turno a medianoche y prefiere dejar el asunto algo más atado. Considera que notificar a la familia lo sucedido es una prioridad. No puede evitar pensar que si se tratase de su propia hija desearía saber lo ocurrido cuanto antes.
—¿De la chica rubia del accidente? —inquiere la enfermera jefe, comprobando un impreso.
—Sí —responde el doctor con cierto cansancio en la voz, mientras con el faldón de su bata intenta limpiar sus gafas. Tiene los ojos cansados y la mirada lánguida del que ya no puede prescindir de sus lentes.
Carme Pons escoge una de las carpetas bajo el mostrador, la abre y carraspea antes de proseguir.
—Sí, algo más sí que sabemos, doctor. La Policía llamó hace unos minutos, yo misma atendí la llamada.
El doctor se coloca de nuevo las gafas y guiña los ojos. No parece satisfecho con el resultado de su esfuerzo. Una especia de bruma sigue enturbiando su mirada. Resopla.
—Por la documentación que han podido rescatar de su bolso dicen que se llama Marina Tedesco Mercader, que tiene treinta y un años y que todo hace pensar que vive sola en el barrio de Les Corts, frente a la Maternidad. Muy cerca de donde ocurrió el accidente. Al parecer, llegaba a casa procedente del aeropuerto. Su maleta también se quedó en el maletero del taxi.
—Marina Tedesco… —repite el doctor sin dejar de guiñar un ojo para localizar la nube adherida al cristal.
—Muy cerca del Camp Nou —añade Carme Pons con una leve sonrisa, es bien sabido que el doctor es un culé apasionado y tiene asiento propio en el estadio—. Si quiere…
La enfermera le tiende una toallita húmeda y le acerca un paquete de pañuelos de papel.
—¿Nada más? —pregunta el doctor, quitándose de nuevo las gafas y frotándolas con la toallita.
—Por el momento, no. La Policía ha recuperado su móvil, si la chica no habla intentarán recuperar algún dato y contactar con alguien. Pero hemos avanzado algo, ya podemos dejar de llamarla X, ahora ya debemos llamarla Marina.
El doctor corresponde con una sonrisa de compromiso. Antes de marcharse habría querido explicarle a algún pariente cercano el alcance de las lesiones, la recuperación esperada, el tratamiento… Si no lo hace, tiene la sensación de que deja el trabajo a medias.
La enfermera jefe cierra la carpeta, eleva la vista y le ofrece un té o un café que el médico rechaza.
—Gracias, Carme, pero si tomo otro café no dormiré hasta el día del Juicio Final. Me voy dentro de nada. No puedo más. Estoy muerto.
—Sí, yo también estoy hecha polvo, pero sigue lloviendo a cántaros y una no sabe si es mejo