EN UN PRINCIPIO,
LA MÚSICA
Sección de viento:
Detrás de la pensión, allí donde un descendente sol de invierno salpica de oro la maleza, dos hechiceros disfrutan de un té con galletas.
El más viejo de los dos se asemeja a un pájaro de aspecto delicado, con una cuidada barba blanca estilo Van Dyke. Ha perdido unos cuantos kilos y con ellos, en buena medida, su estudiada monstruosidad. Está sentado con una manta escocesa sobre las rodillas y es innegable que recuerda a un profesor de arte jubilado, tal vez uno de esos que en su juventud soñó con llegar a ser un nuevo Sargent. Al otro lado de la mesa plegable, y del servicio de té sobre la misma, su invitada aparta un mechón de cabello de su, en cierto sentido, heroica frente. Casi quince años menor que él, observa cómo el viejo vierte el humeante líquido color siena en las tazas de porcelana desparejadas, con manos visiblemente temblorosas; manos que, antaño, fueron el terror de su época.
Le pasa el platillo con la taza, tintineante como el carrito de la leche, y la mira con aire inquisitivo.
—Mi querida niña, me da la impresión de que estás muy enferma.
Su aguda y cadenciosa voz supone siempre una sorpresa. Ella entrecierra los ojos, sumidos en una perenne decepción, impresionada a su pesar por las dotes adivinatorias de su anfitrión. No puede evitar echarse a reír.
—No está mal. Durante un rato me has hecho creer que eras un mago de verdad. Pero sabes bien, claro está, que eres, literalmente, la última persona en el mundo que me gustaría que me preguntase cuántos azucarillos quiero.
Mirando hacia el negligente césped, él sonríe a modo de disculpa. Ella lo observa durante unos segundos más, frunciendo su ceño de bulldog mientras reflexiona.
—Aunque siguiendo ese mismo razonamiento…, bueno, tú también lo estás, ¿no es así?
En las alturas, el viento arrastra sábanas arrugadas en un cielo de Hastings todavía sin hacer. Él se encoge de hombros con pesar, santo maltrecho de un apocalipsis lluvioso.
—Me temo que sí. Nada definitivo y, si el universo así lo desea, es posible que me queden uno o dos años más. Al menos, eso es lo que dicen las cartas y las monedas, pero, bueno, soy una reliquia del pasado y cabe esperar esa clase de contratiempos. ¿Qué hay de ti? No eres más que una niña, apenas alcanzas la cincuentena. Ha sido un innegable golpe de mala suerte.
En la cocina de la casa, el último y más reciente aprendiz del diabolista prepara con cierta ansiedad sándwiches de huevo con berro, con todo excepto el pan y el berro obtenido fuera del racionamiento, cortándolos con esmero en diagonal. Fuera de la cocina, la gran sacerdotisa arruga la nariz, negándose a sentir compasión.
—Mmm. O tal vez el fruto del rencor del Todopoderoso.Deo, non fortuna. Dios, no la suerte. Un pensamiento bonito si las cosas te van bien, pero, de no ser así, es un lema estúpido a más no poder, y un nombre estúpido a más no poder. Al parecer, sufro una enfermedad incurable. Me han dicho que está relacionada con la médula ósea, aunque nunca había oído hablar de esa enfermedad. A mí «leucemia» me suena a una de las siervas de Hera. En cualquier caso, ahora dispongo de unos pocos meses para poner mis asuntos en orden, y solo después descubriré hasta qué punto se trata de una cuestión teórica. Espero sobrevivir a la guerra, pero solo si vamos a ganar.
Ella se hace un ovillo dentro de su grueso abrigo, colocando la barbilla de un modo que a él siempre le recuerda a Churchill. Sentado, asiente con la intención de tranquilizarla.
—Ganaremos. Me sorprendería mucho, te lo aseguro, que Alemania aguantase hasta la temporada de críquet. Es una lástima, la verdad. Estaba convencido de que este iba a ser mi Eón de Horus, adusto y radiante, engalanado con las ruedas del sol. Pero no va a ser así. Por lo visto, me equivoqué en un montón de cosas.
Bebe un sorbo y luego lame las gotas que han quedado en su bigote amarillento. La mujer resopla.
—Bueno, como alguien que ha pasado la mitad de su carrera mágica pidiendo disculpas por el desastre infernal en que has convertido tu carrera, diría que es una suposición bastante acertada. —Al reconsiderarlo, se ablanda—. Aunque sospecho que