CAPÍTULO 1
Cuencui güeri mans
Isla Fernando de Noronha, Brasil
8:00 a. m.
Entré en la sala, di los buenos días, sonreí, me senté y miré alrededor. Nadie de traje y corbata. Formales pero casuales ellos, mucho más veraniegas y coloridas las ropas de ellas... Buena señal, empezábamos bien.
Una cámara al fondo... «¿Para qué? —pensé yo—. Bueno, me da igual...».
Hacía una temperatura perfecta.
Una brisa suave entraba por las ventanas abiertas y el olor a tierra mojada y a mar me relajaron completamente. Por si fuera poco, alguien, no lejos de allí, estaba escuchando música de los años ochenta —para mí, junto a la de los setenta, la mejor de todos los tiempos—, de modo que se me antojó que estaba yendo por buen camino, o eso quería creer. Si estaba allí era por algo, no era una casualidad.
Yo era el primer interesado, pero ellos debían estarlo también... ¿o no?
Las diez personas que esperaban a que yo hablara debían saber muy bien el porqué de mi presencia, si no ¿qué querían de mí?
Respiré hondo muy tranquilo, cerré levemente los ojos y me teletransporté mentalmente...
—Hijo, acuérdate de que tienes que ir a casa de la señora Ricarda cuando salgas de la escuela —me recordaba mi madre siempre por las mañanas.
Yo empecé a trabajar desde muy pequeño. Bueno, trabajar..., comprar el pan a la vecina, la señora Ricarda, antes de comer, y la leche a otro vecino, el señor Eusebio, por las noches; o sea, que tenía un trabajo de jornada completa. Tanto la panadería como la lechería estaban a dos minutos de mi casa, así que esas tareas no me quitaban nada de tiempo para jugar con mis amigos. A por la leche, además, me acompañaba mi amiga Lidia. Nos quedábamos siempre charlando en la esquina de mi casa, debajo de una farola. Mi madre, una santa, me había explicado que estas dos personas no podían caminar mucho y de esa forma yo les ayudaba, no me costaba ningún esfuerzo. Así, de bien niño, aprendí la importancia de tener una disciplina y de ayudar a la gente que lo necesitaba. A mí eso me gustaba. Y, por si fuera poco, de vez en cuando, y siempre en Navidad, me regalaban alguna chuchería, un juego, o un llavero, o un libro, en señal de agradecimiento.
Cualquier tipo de regalo para un niño en España hace cincuenta años era como un tesoro, y yo lo guardaba como tal en los cajones inferiores del armario en el dormitorio que compartía con mi hermano Alonso. Y nadie tenía derecho a tocarlos.
La casa de mis padres era una locura de muebles con cajones donde había de todo: servilletas, gominolas, dinero, botellas, ropa vieja que usábamos para disfraces, libros, tebeos, cubiertos, cacerolas, cueceleches, alpargatas, papeles, revistas... De todo, pero no junto y revuelto, no: las cosas relacionadas con el bar —teníamos un bar, muy a mi pesar...— en la planta de abajo y todo lo demás en la planta de arriba. Pero eran cientos de cajones. Para mí los más sagrados e importantes, claro, los míos. Y tanto mis padres como mis hermanos lo sa