: Santiago Tarín
: Los crímenes de los pasos perdidos
: Editorial Alrevés
: 9788410455108
: Narrativa
: 1
: CHF 6.10
:
: Biographien, Autobiographien
: Spanish
: 236
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Vengo a contarles un puñado de historias que no salen en los libros de texto, pero que forman parte de nuestra memoria colectiva. No son mis memorias, pero son memoria y contribuyen a explicar un tiempo, una ciudad y un país. Escriben la contraportada de los relatos históricos, las narraciones de la vida cotidiana en su vertiente más oscura y, al mismo tiempo, nos cuentan cómo éramos, qué vicios teníamos o cómo nos divertíamos. Son la otra cara de una misma moneda. Les contaré historias de desalmados, de gente sin conciencia, de delincuentes desaparecidos y de truhanes de otras épocas. Algunos están pintados en el blanco y negro, otros ya se definen en color; hay entre ellos personajes peculiares, estafadores poetas, fotógrafos que captaron la esencia de la marginalidad o pillos propios de las mejores comedias. Entre esta fauna despiadada también hay criminales que lo fueron por azar o por la desdicha de unos momentos inclementes. En ellos anidó la desesperación, la incomprensión, la tristeza, la rabia o el desarraigo. A algunos los veremos con compasión. Las historias de todos ellos se guardan en un desván invisible, el que tiene el salón de los pasos perdidos de los tribunales de justicia.

Nacido en Barcelona en 1959 y licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, Santiago Tarín es escritor y periodista; e hijo, hermano, sobrino y cuñado de periodistas. Ha trabajado en Radio Nacional, Radio Barcelona-Cadena Ser, Agencia Efe y los diarios Ya y La Vanguardia, medios en los que ha cubierto temas tan diversos como campañas electorales, política local, atentados terroristas, crónica judicial y de sucesos, visita del Papa, las actividades del crimen organizado en España, la corrupción política, el asesinato del obispo Ellacuría en El Salvador o la guerra de Pablo Escobar y los cárteles de la droga contra el Estado colombiano. Es autor de los libros Barcelona, en rosa y negro (2002), Viaje por las mentiras de la historia universal (2007) y En el tsunami catalán (2020).

PENA DE MUERTE, PENA DE VIDA


El epitafio es una foto. En blanco y negro. Los dos tonos antónimos expresan dramáticamente un instante, un presente, pero también un pasado y un futuro que no se podrán describir en color. Solo los definen el blanco y negro. La foto forma parte de mi herencia, porque los hijos de los periodistas heredamos historias, que son retales de tiempos pretéritos que nos cuentan cómo era el país de nuestros padres y nuestros abuelos. Yo heredé muchas fotos y muchas historias. Esta es una de ellas.

A pie de calle el frío es soportable, atrás ha quedado el temporal que dejó el país cubierto de hielo y nieve, pero el sótano es húmedo y huele a humanidad. La luz de las lámparas es mortecina y triste, como si fuera un reflejo más de la pesadumbre de los inquilinos; la constatación de que el futuro inmediato será una penitencia. No hay alegría en este lugar; nada reconforta. El fotógrafo espera el momento de iniciar su trabajo en el edificio de la Vía Layetana de Barcelona, sede de la Jefatura Superior de Policía. Arriba están los grupos de investigación, en el piso inferior, bajo el nivel de la acera, los calabozos, dispuestos en una hilera. Hoy es 17 de febrero de 1954. Es una de las noticias del día, más allá de las notas oficiales que inundan los periódicos. El fotógrafo apresta su cámara y se sitúa frente a una celda, esperando el momento de captar la imagen que su diario necesita. Pega el ojo al visor y ante él aparece la escena. Abren la reja y sacan del cubículo a un hombre joven, que ocupa el primer plano del encuadre. Está esposado y luce un aparatoso vendaje en la cabeza, además de un ojo amoratado. Viste con prendas toscas, una chaqueta basta sobre una camiseta. A su lado izquierdo, un policía uniformado, con correajes y pistola, le sostiene el brazo. El hombre se deja conducir, mansamente; está como ido. Otro agente está tras él, con gafas oscuras y sonriente. Cuatro hombres más, con americana y corbata, completan la composición en diferentes planos posteriores. Todos miran a cámara, todos, menos dos: uno es el detenido; el segundo, el más alto de todos, es un reportero.

El fotógrafo aprieta el disparador, refulge el flash. Atrapa los pasos vacilantes, los que le van a conducir al patíbulo. Él debe saberlo. Los que le rodean deben saberlo. Difícil escapar entonces a ese destino con dos muertes en el bolsillo; una, la de un agente de Policía. El hombre alto, con sombrero, lo mira con tristeza. No debe de tener muchas dudas sobre el final, porque otros asesinatos se han resuelto de la misma manera: con el garrote vil. El hombre alto odia la pena de muerte, porque sobre él mismo pesaron dos durante la guerra civil y se salvó en el último momento, por un tecnicismo: al ser condenado era menor de edad, y no se podía quitar la vida a un menor de edad. Qué cosas. Ese hombre alto con sombrero, el de la mirada triste, era mi padre, Manuel Tarín Iglesias, entonces reportero de sucesos. Mi padre guardó esta foto y en el reverso dejó escritas dos palabras: «el Mula».

Enrique Sánchez Roldán. Ese era su verdadero nombre. Quién sabe si su alias se debía a su fuerza física o a su obcecación. Fue un delincuente de rapiñas exiguas y motivaciones incomprensibles para el sigloxxi. Un ladrón criado en la miseria, que robó conejos, aparatos de radio, botellas de bebidas alcohólicas o puros; unos delitos de subsistencia para olvidar por un rato cómo vivía, haciéndolo de la única manera que sabía, quitándoselo a otros, por lo que fue a dar con sus huesos a prisión. Al cumplir su última condena por esos misérrimos latrocinios se sumergió en un torbellino en el que, en días, mató a un policía armado (entonces se llamaban así) y a un taxista. En cuarenta y cuatro días, Enrique Sánchez Roldán fue capturado, juzgado y ejecutado a garrote vil. Seguro que hay otras biografías tan trágicas como esta en aquel país que hoy parece tan lejano, incluso desaparecido de la memoria colectiva de las generaciones actuales, pero difícilmente más absurdas y propias del cine neorrealista italiano, que, por cierto, nació en esos años.

Cada foto tiene una historia, dijo el fotógrafo Hernando Toro, pero las fotos también capturan un tiempo. Son unos años donde comienza a asomarse un cambio en el aislacionismo de España y se difunde la tesis oficial de que la economía del país