PARA EMPEZAR
El deseo de ella, su deseo (de ella), eso es lo que viene a prohibir la ley del padre, de todos los padres. Padres de familia, padres de naciones, padres-médicos, padres-sacerdotes, padres-profesores. Morales o inmorales. Siempre intervienen para censurar, rehusar, con todo el buen sentido y la buena salud, el deseo de la madre.1
LuceIrigaray,El cuerpo a cuerpo con la madre.
Es mucho más fácil rechazar y odiar directamente a la madre que ver, más allá, las fuerzas que actúan sobre ella.
AdrienneRich,Nacemos de mujer.
Las madres… Procedemos de ellas, desde todos los puntos de vista. El físico, evidente: mis huesos se hicieron a partir de los suyos, de la materia de su cuerpo, de su sangre; en todas mis células están sus huellas. Sí, vale, las del padre también cuentan, lo sé, y a veces las paternas dejan más impronta que las de la madre, y hasta podemos parecernos más a él; sin embargo, no es su materia la que nos fue haciendo, primero día a día durante nueve meses, luego durante muchos años. Más allá de lo físico, a todas ellas debemos nuestro primer alimento, nuestra primera voz, nuestra primera caricia. Ellas fueron quienes velaron noches y días junto a nuestro lecho, quienes cocinaron nuestros alimentos, quienes se entristecieron con nuestras dolencias infantiles y se alegraron con nuestros primeros pasos. Al comienzo de nuestra vida, ellas lo fueron todo para nosotras.
Sin embargo, durante milenios, casi ninguna de nosotras, las hijas, hemos hablado de ello. Por muchas razones: porque no teníamos acceso al ámbito público, porque era un tema del que no se hablaba, porque, en definitiva, era mera cuestión doméstica, personal, privada, intrascendente.2 Además, no teníamos ningún medio para hablar de ellas: no sabíamos escribir –a menudo nos lo habían prohibido–, y si alguna hubiera aprendido y escrito, nadie la habría leído o se hubieran apropiado de sus textos. O tal vez la hubieran censurado o quemado en la hoguera. De todas maneras, si alguna hija hubiera escrito sobre su madre, la habría dibujado con un retrato amable, complaciente o lacrimoso. Si alguna hija se hubiera atrevido a realizar un retrato severo, no habrían sido suficientes todas las críticas del mundo para castigarla.
El vínculo entre madre e hija no ha sido un vínculo sagrado, como el de padre e hijo; entre mujeres, lo que se transmite es una condena, y, en tanto que tal, esta es una relación secreta de la que no se puede hablar y que ha de quedar envuelta en lo tapado y misterioso. Además, no debe saberse que es una condena; sería demasiado duro para la madre y para la hija. Por tanto, debe presentarse como un vínculo amoroso en el cual no se puede entrar, y tiene que quedar oculto en la idea de que la naturaleza así lo ha dispuesto. Analizar y desvelar el vínculo madre-hija implicaría la destrucción de la relación que hemos conocido hasta ahora, nada menos que la ruptura de la cadena de transmisión de la feminidad.
En menos de un siglo, parece que todo ha cambiado. Hemos aprendido a leer, hemos aprendido a escribir. Hemos aprendido a mirar, a meter las narices hasta el fondo de aquello que teníamos ante nosotras, de lo que todo el mundo podía ver pero que nadie veía, de las cosas que durante milenios se nos han presentado recubiertas de un velo intocable, que contenía la amenaza de muerte para quien osara levantarlo. Hemos aprendido a manejar toda clase de instrumentos y, sobre todo, nos hemos atrevido a usarlos; a echar abajo todos los tabús para ver qué ocultaban, qué encubrían, cuáles eran esas formas que se insinuaban bajo sus pliegues, pero que no sabíamos interpretar. Al quitar los velos ha aparecido nuestra capacidad de entender