Nuestros hábitos rigen nuestra vida, literalmente. Los estudios demuestran que alrededor de la mitad de nuestras acciones cotidianas obedecen a una serie de actos que repetimos día tras día.1 Probablemente esta sea la razón por la que los investigadores del comportamiento y los psicólogos han dedicado tanto tiempo a escribir sobre cómo establecer y mantener hábitos positivos. Dormir y hacer ejercicio con regularidad, llevar una dieta sana, tener un horario organizado y practicar mindfulness son solo algunos de los ejemplos de prácticas que —de hacerse con regularidad— pueden mejorar nuestro trabajo, nuestras relaciones y nuestra salud mental.
Pero ¿y qué pasa si nada de todo eso te sale de forma natural? ¿Qué es lo que se necesita para crear un nuevo hábito?
Aunque hay un montón de trucos en internet que compiten por responder a estas preguntas, la neurociencia que subyace a la formación de hábitos no ofrece ningún método abreviado. Los expertos abogan por un enfoque a la antigua usanza: el progreso incremental. El compromiso adquirido es lo que, una y otra vez, ha demostrado conducir al cambio.
Sorprendentemente, el primer paso para crear un cambio a largo plazo implica crear rutinas, no hábitos en sí.
Rutinas versus hábitos
La mayoría de nosotros asumimos que ambos términos son intercambiables. Pero Nir Eyal, autor deIndistractable: How to Control Your Attention and Choose Your Life, me dijo que se trata de una falacia habitual que suele acabar en una decepción. «Cuando fracasamos en la formación de nuevos patrones de conducta, a menudo nos culpamos a nosotros mismos», comentó, «en lugar de a los malos consejos que leemos de alguien que no entiende realmente lo que puede y no puede ser un hábito».
Eyal explicó que un hábito es un comportamiento que se realiza con poca o ninguna reflexión, mientras que una rutina implica una serie de comportamientos que se repiten con frecuencia e intencionadamente. Para que un comportamiento se convierta en hábito, antes tiene que ser una rutina habitual.
El problema es que muchos de nosotros intentamos saltarnos la fase de «rutina». Según Eyal, esto se debe a que pensamos que los hábitos nos permitirán poner las tareas tediosas o poco agradables en piloto automático. (Tu lista de tareas pendientes sería mucho mejor si se completara a sí misma de alguna manera).
Y tiene su lógica.
A diferencia de los hábitos, las rutinas son molestas y requieren un esfuerzo decidido. Levantarse temprano para correr cada mañana o meditar 10 minutos cada noche, por ejemplo, son rituales que —al principio— cuesta mantener. Los hábitos, en cambio, están tan arraigados en nuestra vida cotidiana que resulta extraño no hacerlos. Imagina que no te cepillas los dientes antes de acostarte o que no te tomas una taza de café con el desayuno. Si son hábitos ya adquiridos, dejar de hacerlos puede incluso sentarte mal.
Para intentar convertir una rutina en un hábito, sigue los siguientes pasos.
Define tus intenciones
Ten en cuenta que algunas rutinas pueden convertirse en hábitos, pero no todas pueden hacerlo o lo harán. Y es que algunas cosas, aunque cuantificables, requieren demasiada concentración, reflexión y esfuerzo